El fuego en tus ojos

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—Tienes unas ojeras terribles —dijo Joyce sentándose con pereza frente a Catherine, que desayunaba con afán en la estrecha mesa del apartamento que compartían. Ella sólo se encogió de hombros.

—Tuve que empezar de cero un trabajo importante —dijo metiéndose a la boca el último bocado de su sándwich, poniéndose en pie y recogiendo los libros sobre la mesa—. Lo perdí, no sé cómo.

—¿Perdiste el archivo? —Catherine hizo una mueca.

—Ojalá hubiese sido sólo el archivo. Perdí el pendrive donde tenía todos mis trabajos.

—Espero que tuvieras una copia en la laptop…

—Sí, tenía una… pero no con los últimos cambios, ni la bibliografía, ni…

—Vaya mala suerte.

—Lo sé, y no hace sino empeorar —siguió Catherine señalando un ramo de rosas puesto de cualquier manera en una pequeña mesa auxiliar de la sala.

—¿Qué es eso? —preguntó Joyce como si, en vez de flores, fueran serpientes, y Catherine hizo una mueca a la vez que se levantaba y tomaba los platos para dejarlos en el fregadero.

—Las mandó Oliver —respondió—. Quiere que nos veamos.

—Dile que no puedes, estás llena de trabajo y estudio.

—Se lo dije. Pero no le importa; vendrá, y hablará conmigo. Parece que mamá le dijo que acepté casarme con él—. Joyce la miró haciendo una mueca de clara incredulidad; incluso pestañeó varias veces como si así pudiera comprobar que lo que escuchaba era real.

Le costaba creer que en pleno siglo veintiuno existiesen aún los matrimonios arreglados, pero estaba viendo la realidad frente a frente.

—Es tan ridículo todo —dijo caminando a la pequeña cocina y sirviéndose un poco del café que Catherine había preparado. Lo probó con recelo, pero luego comprobó que no estaba tan mal. 

Su amiga Catherine tenía muchas habilidades, pero la cocina no era una de ellas.

—Dímelo a mí —dijo Catherine corriendo de un lado a otro preparándose para salir—. Su papá le pide a mi mamá que los hijos nos casemos. Sí, debí nacer en el siglo pasado.

—¿Y qué harás? No puedes impedirle que venga.

—No, no puedo. Pero es evidente que no creerá que no estoy dispuesta a casarme con él hasta que yo misma se lo diga. 

—Te deseo suerte.

—Gracias, la necesitaré —dijo, y colgándose el bolso al hombro, salió.

Joyce se sentó con la taza de café aún caliente entre sus manos y suspiró. Catherine lo tendría muy difícil si en verdad pensaba plantarle cara a su madre y llevarle la contraria. Por lo que ella sabía sería la primera vez, así que cualquier cosa podía pasar.

Sonrió meneando su cabeza pensando en lo irónico que era todo. Ella, que estaba buscando un marido rico, no tenía esta oportunidad, pero Catherine, que realmente no lo necesitaba, estaba rechazando una.

Si esto le estuviera ocurriendo a ella…

Pero no tenía tanta suerte. Si Oliver se fijara en ella, con gusto le haría el favor a su amiga de quitárselo de encima, pero ese idiota estaba obsesionado, y ella necesitaba que, además de rico, el hombre con el que se casara, la quisiera… aunque fuera un poco.

Se levantó y tiró lo que quedaba de su café en el fregadero preguntándose si hacer uno para ella que estuviera bien hecho y tuviera buen sabor, pero al revisar las reservas en la alacena vio que ya no quedaba mucho, así que mejor lo dejó allí. Este mes le correspondía a ella hacer el mercado, y mejor ahorrar.

Ah, debió levantarse primero.

 

Oliver White guardó su teléfono cuando no recibió contestación. Suspiró y apretó sus labios llenándose de impaciencia, pero no podía demostrarlo, así que controló sus gestos y miró en derredor. 

Se requería de un permiso para ingresar al campus de la MIT, pero él lo había conseguido, y aquí estaba, detrás de su futura prometida, sólo para verla un momento. Un grupo de chicas, con libros en mano, pasaron por su lado y se quedaron mirando su alta figura, su rostro atractivo y ojos escandalosamente azules, él las ignoró y volvió a mirar el teléfono en su mano. Era común que esto pasara, en una ocasión, incluso, alguien le había dado su tarjeta para que fuera modelo en su agencia. Le aseguró que se llenaría de dinero y tendría a todas las chicas que quisiese.

Pero él ya estaba lleno de dinero, su padre era rico, más que rico. Dueño de empresas excelentemente diversificadas, inversiones en el extranjero, contactos importantes por todo el mundo… Si decidiese algún día ser modelo, lo que ganara con eso sería dinero de bolsillo, pero no le interesaba; su tiempo era demasiado valioso como para perderlo mostrando su cuerpo.

Y por otro lado, no necesitaba ese tipo de atención sobre él, ni siquiera por la tentación de tener a todas las chicas que quisiera a sus pies… Ya las tenía a todas… excepto una.

Dejó salir el aire por entre sus dientes llenándose de incomodidad. Había pensado que esto sería mucho más fácil. En un momento, creyó que Catherine y él estaban sobre la misma página, pero ella, evadiendo sus llamadas, e ignorando sus mensajes, le estaba dejando claro que no era así.

O tal vez se estaba haciendo la difícil, se dijo alentándose un poco. Catherine nunca había sido fácil; siempre había tenido que sonsacarla, convencerla, y dudaba que ahora que pretendía que las cosas fueran más serias, ella cediera fácilmente.

No podía molestarse con ella por esto; era el juego que siempre habían jugado. 

Palpó en su bolsillo la caja con el brazalete de diamantes que le había traído. Era una preciosa joya, delicada y elegante, y seguro que le encantaría. A Catherine le gustaban las cosas sencillas, pero caras, así que en cuanto lo viera, cedería un poco y él estaría más cerca de conquistarla definitivamente.

—Bienvenida —sonrió él al verla llegar a la mesa. Corrió la silla y esperó a que ella se sentara para hacerlo él.

—Acabemos con esto —dijo Catherine dejando en el asiento de al lado su bolso lleno de libros—. Tienes que decirle a tu padre que tú y yo no nos vamos a casar.




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