Historias de la cuarentena

El adorno.

Estaba totalmente recluido en su hogar. Con los días, pensó en todos los acontecimientos de su vida. En sus defectos, y sus virtudes. Y en él, aquel adorno del anciano que lo convencía cada vez más de insumirse en el otro lado. Le llamaban el otro lado, a otro lado muy dispar que no era un mundo, ni submundo, ni inframundo, ni nada. Ni siquiera una distopia. No era cielo, ni infierno, era otro lado. A muy pocos se les ofrecía esta vía de escape. El alma es pura, aunque a la vez convencible de las más insólitas propuestas.

 

Cansado de sí mismo, meditó en su copa de vino, cavilo cada momento. En ello se percató que al final, somos un montón de nada en la tierra, y que ese montón descansará como un cuerpo que luego será alimento de la naturaleza divina de los gusanos. El terror a morir era un problema sin resolver desde su infancia. Por lo que accedió al contrato con el ser del modular. El foco de la lámpara iluminó su rostro.

 

Su mentalidad estaba frustrada en todo aspecto desde hacía tiempo. Un hombre de cuarenta tres tiempos. Vivía solo, su relación de muchos años había concluido. Hijo único. Sus padres ya no estaban con él. Nunca le supo bien el encierro. Ya tenía ciertos miedos desde la muerte a la llamada claustrofobia. Y no lo toleraba. No toleraba estar aprisionado, ni tampoco nada que pudiera suponer que podría dejar el mundo. Lo que le produjo en adelante ciertos problemas con el virus. Hacía ya varios días que en confinamiento era total. No podía salir a las calles, y la epidemia, cada vez era más letal. El número de infectados, y fallecidos aumentaba por día. El adorno atacaba con un juego de promesas bastante seductoras. Y cada instante conversaba con su mirada desde su ubicación por ese departamento de apenas dos ambientes.

 

- Leandro, ven, aquí, ¡Leandro! Aquí, es ahora, y siempre. Aquí no existe pasado, ni futuro, solo presente.

 

Leandro en un principio, creyó que era parte de una burla de su mente, por el hecho de permanecer tantos días encarcelado por obligación, sin embargo no lo era. El adorno lo consumía, desde aquel día que lo compró en la tienda de antigüedades de la calle Riobamba. El negocio estaba de liquidación, y a los pocos días cerró sus puertas. Aquel objeto era una pieza interesante que le pareció ideal. Esa ambigua figura de porcelana de un viejo leyendo, era clásica. Ni bien llego a su casa, lo depositó en el modular junto a unos libros, y una lámpara arcaica.

 

El comienzo fue cuando la lámpara por si misma se encendía, sea de día, o de noche. Vida propia. Aquel hombre al despertar, pensaba que era un corto circuito del interruptor. No prestó la atención requerida, como tampoco al sonido del espacio que el interior de sus oídos le manifestaba:

 

 

 

 

- No te preocupes estarás mejor, incluso de esta forma, u otra siempre estarás mejor

 

– el otro lado es un regalo que no todo el mundo puede adquirir.

 

El susto mayor fue en el momento en que los libros desaparecieron, y aparecieron colocados en otro sector. Formaban una fila ordenada que direccionaba hacia el mueble donde el anciano estaba colocado, junto a la lámpara encendida. El adorno le confesó que ya los había leído. Leandro creía que se estaba volviendo loco. Intento guardarlo en una caja, y tirarlo a la basura, sin embargo no podía. El poder de aquel objeto era tal que lo tenía hipnotizado consumiéndolo lentamente.

 

- Te ofrezco el infinito mundo. lo eterno. El otro lado. – seducía con dichos la figura (su mente) – sus miedos desaparecerán. Tus anhelos vendrán. – el adorno parecía hablarle a todo instante –

 

Ya cansado de escuchar esa voz, intento pedir ayuda, ¿pero cómo mencionar que una pieza de porcelana le hablaba? Tomó una silla, la colocó de frente a ese muñeco de cerámica.

 

- ¿Qué quieres? – pregunta mirándolo fijamente a los ojos –

 

- ¿Qué quieres tú? - repregunta el viejo – la habitación comenzó a cerrarse con un calor extremo, algo que sofocó a Leandro que sentía un ardor en la piel. –

 

- ¡No quiero nada! – regaña al objeto. – nada que pueda interesarme -

 

- Quieres todo. El otro lado lo tiene. – junto a las palabras, el hedor del encierro, asustando cada vez más a ese sujeto que no comprendía nada. –

 

Inmediatamente se levantó de su silla, y se fue a su recamara. Intento encender la luz principal de la habitación, aunque sin éxito, ya que la lámpara estaba quemada. Fue al living, e hizo lo mismo. Al apretar el interruptor, el foco de luz también estaba quemado. Prácticamente el adorno se burlaba de él, sin excusarse por su grosería. El aire le faltaba, y comenzó a subir la temperatura. Ya era pasaba la noche, y el apagón de la oscuridad, le confirió intentar salir a la calle, sin embargo no pudo. El miedo lo invadió por el virus por un lado, y por el otro, la propia oscuridad, y el sentimiento de aprisionamiento. El pavor por ser atacado. Su cerebro que no podía congeniar consigo mismo, y las risas. Las risas que llegaron pronto, y con ello la sinceridad.

 

- ¿Por qué? - camina hasta el modular Leandro hablando a la figura –

 

- Lo que ocurre en ti, es el miedo. La frustración. Y todo tu temor descansa en estas cuatro paredes. El otro lado no tiene estos menesteres. No se conoce el pánico. Y el virus al final generará una catástrofe. Ya no habrá más que reclusiones de los seres que no podrán escapar.

 

- ¡Habrá una cura!

 

- La única cura es el suicidio. Piénsalo.

 

- ¿Qué ofreces? – pregunta inquieto, titubeando. -

 

- La inmortalidad. -

 

- ¿la inmortalidad? – se dice asimismo, cavilando al observar al anciano, y luego al techo. -

 

 

- No pienses tanto. Desde ya hace tiempo que sientes el deseo incontenible de perdurar. ¿O no? De no sentir el miedo de que la muerte, llame a tu puerta. Que el paso de la efímera existencia deje de ser un presentimiento de espanto.




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