Historias de la cuarentena

No salgan de sus casas. -

¿Dónde estarán se preguntan todos? Mejor no preguntar. Mejor no tentar a la curiosidad. No vaya ser que los próximos seamos nosotros.

 

 

 

Fue en pleno otoño que se dictó el auto – medida restrictiva de mantenerse en sus casas. Una cuarentena, con estado de sitio para todas las personas de aquella nación pequeña. Era como un reinado bajo una presidencia de un electo ser. Se estableció que se les haría llegar a cada familia la comida, e insumos correspondientes para cubrir las necesidades básicas. Algunos no entendieron el concepto. La televisión exponía las noticias, conforme los dictados gubernamentales. El arbitrio de información era un nefasto certamen de mentiras. Decían muchos que mantenían comunicación por vía red de internet con otros lugares del mundo, hasta que se produjo un quiebre en ello también, y se cerraron los sitios más solicitados, reduciendo la capacidad al máximo.

 

Nadie absolutamente nadie, podría salir. Era cárceles domiciliarias. Cada día los helicópteros pasaban por todos los barrios, pueblos, ciudades, y esparcían un roció que llegaba en gotas a todos las casas. Un agente protector, e impermeable. -

 

 

 

- Voy a salir un poco. Esta cuarentena está volviéndome loco. – expresa aquel hombre.

 

- que mira a una ventana la ciudad desierta.

 

- Pero, ¡no dijeron que no podemos salir! – le comenta su mujer. -

 

- No me importa. Total es salir unos minutos.

 

- Bueno, ¿pero que no te vayan a sancionar si?

 

- Mujer no ocurre nada - manifiesta con claridad de razón su marido. –

 

Al descender de las escaleras de su departamento debido a un corte de luz del edificio, sin poder utilizar el ascensor, se dirige al portón de salida. Presiona la llave, y el aire de la calle en una brisa sopla en su oído en un susurro latente, y relajador.

 

Desde la ventana se veían, personas que miraban el atrevimiento de aquel rebelde sin causa. Caminó unas cuadras sin rumbo fijo. Al dar vuelta la esquina. Se esfumo en las diagonales. Cerca de un árbol de sauces seco del otoño. El viejo de bastón lo visualizó por la ventana.

 

- ¿Tú crees que deba ser prudente que salga? – comenta la hija a la madre.

 

- Hija, es mejor aguardar. Nos traerán, los elementos que precisamos, ya lo dijo el gobierno.

 

- No aguanto quedarme aquí todo el día.

 

 

 

 

- No hay personas, ni negocios abiertos en las calles. – reflexiona tratando de hacer entender a su hija. -

 

- ¿Y que con ello? – replica la adolecente. –

 

- No salgas, y listo. ¿Si? – con enojo transforma su rostro aquella mujer. –

 

 

 

Al pasar unas horas, en el transcurso de la siesta, la niña sale a las calles. La otrora capacidad de sufrimiento en su rostro era la razón de no querer permanecer un segundo más en este lugar de cuatro paredes. Cuidadosamente giro la perilla de su puerta. Al sobrepasar aquella línea entre lo prohibido, y permitido, se entusiasmó bailando en toda la cuadra, hasta llegar a la plaza principal. Donde redobló por una curva. Allí observaba una joven mujer de pelo negro, que no podía moverse de su ventana.

 

 

 

Saldré debo verla a ella. Él, estaba desesperado por su dama, pues no tenían comunicación. Ella embarazada de cinco meses. Esperaban un retoño, y el día de la cuarentena no dieron tiempo a juntarse, por lo que permanece en la casa de su madre.

 

Se dijo por dentro, ¿y que si me encuentran? –

 

 

- ¿Acaso pueden reprimirme? – continua su vocinglería interna

 

- Es una ley tonta, de esas que quieren implementar los corruptos, pues así ha sido toda la vida, y así será en este mundo nefasto de capitalismo salvaje, carroñero, e inquisidor. Pues que vengan los pretores de la justicia. Y ante ellos verán mi enfado.

 

– Al terminar su soliloquio, aquel anarquista, se vistió informal, con unos jeans, zapatillas, y una camiseta. La puerta se abrió instantáneamente. El aire siempre era un susurro. Un aviso. Una calma.

 

Al caminar presintió la comodidad de su cuerpo al movimiento. Sus músculos estáticos en cierto punto retomaron la tarea física olvidada en el encierro. Experimentó en sentimiento de libertad. Durante varios minutos fue percibiendo los latidos de su corazón tal vez por el miedo, a salir, al virus, tal vez por extrañarse el hecho de poder ejercer un derecho reprimido.

 

En la esquina fueron sus pasos. Desde la ventana otro joven miraba sin expresión alguna.

 

 

Han pasado muchas horas. Y multitudes han padecido el encierro en sus casas, y departamentos. Esto produjo un pálpito mal habido en esa mujer que esperaba a su novio, por lo que se vistió como para salir a la calle. Bajo las escaleras cuidadosamente, y en el portón al llegar, en donde había una base de hierro semi oxidado, percibió una aroma, de cenizas. ¿O solo era su imaginación, por la situación? Al abrir aquella, el aire acarició su rostro. Se dirigió por la cuadra de las diagonales, al avistar el sauce, continuo rumbo. En seguida en el suelo pudo encontrar un efecto de su novio. Su billetera. ¿Qué raro? El miedo la invadió pensando que lo habían asaltado. ¿Estará bien? Camino por media hora, tiempo máximo donde no se veía ni siquiera a la brisa del aire transitar. Todo era un espacio de vacío total. La preocupación fue su límite. De repente por atrás alguien le pone

 

 

 

 

una bolsa en su cabeza, e intenta asfixiarla para dejarla inconsciente, ella por esas casualidades, y con razones de seguridad, tenía un cuchillo en su mano. Con las pocas fuerzas que pudo rescatar, lo recoge de su sacón, y acierta en la parte de las costillas del atacante. Aquel agresor cayó en el suelo. Ella se zafa de aquel plástico quitándoselo desesperada, y se arrodilla tosiendo tratando de poder respirar nuevamente. Cuando vuelve en sí, ve retorciéndose a un hombre con la expresión desfigurada de su rostro, y los ojos completamente rojos. Se levanta y comienza a correr, al llegar a la primera casa, golpea fuertemente la puerta.




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