Historias de la cuarentena

La pesca del día.

En el muelle estaba todo absolutamente desierto. El puerto solo era un cementerio de barcos sin habitar desde que se decretó la alarma de cuarentena. El viejo Amancio continuaba viviendo en la casa barco de la esquina cercana al rio de la Plata. Del lado de ese puerto. Su hogar era vivir así en una pequeña barcaza. Y todos los días salía a realizar su pesca sin importar las condiciones climáticas, ni las noticias de la radio con relación al virus que asolaba el mundo, y con ello las naciones, ciudades, y pueblos. Era solamente contagioso paras las personas que lo transportaban. Nadie manifestó a saber y verdad, si producía en los animales alguna consecuencia. Las investigaciones solo eran efectuadas a fin de obtener resultados para a cura de tal veneno que tantas muertes venía produciendo en el planeta.

 

Amancio preparado en una mañana de lunes, arroja el hilo de la caña para iniciar la pesca Había tomado una carnada con un pedazo de pejerrey. Para cada pez hay una carnada especial, trocitos de corazón, pasta, maíz, lombrices (típica carnada), mojarras pequeñas, etc. La pesca sería buena, pues no había nadie más que él, y su balde donde poner las presas. Se sentó en la orilla de ese gigante de color marrón, y aguardó el instante clavando el cavo de grafito en la arenilla haciendo un agujero, en cuanto la línea de robalo (plomo corredizo) se mantenía a lo lejos en el agua.

 

No tardó más de cinco minutos, cuando con fuerza algo se llevaba la caña hacia dentro de las aguas de color sedimento. Amancio que estaba de lado derecho de ella sentado, la toma con sus dos manos, y comienza hacer fuerza poniendo de pie frente al rio. Erguía su cuerpo hacia atrás, pero era tan poderoso el golpe que no lograba controlar aquella presa tan potente que tenía enganchada en su anzuelo. Luego de media hora de forcejeo, el pez ya cansado podía verse por su cabeza y sus ojos abiertos clavando la mirada en el pescador.

 

Era gigante aquel especien, se dijo contento, cuando lo arrastró hacia la plaza, su rostro se desdibujo por lo que sus ojos veían, solo la mitad de ese pez estaba atrapada. Desde la cabeza enganchada en el anzuelo por la boca, hasta lo que sería su estómago, lo demás parecía haberse cortado. Se acercó ante la presa descuartizada. Quitó cuidadosamente el anzuelo, y lo tomó con sus manos, determinó que otro pez podría ser la causa, y por ello le costó tanto atraparlo, sin embargo, lo curioso era que no poseía marca alguna. Generalmente deberían verse las huellas de dientes. Y no hay especies aquí tan grandes como para poder competir con un bagre, salvo otro más inmenso, o un dorado. Las palometas tampoco podrían ser las culpables. No pudo descifrar luego de tantos años de experiencia que podría haber ocurrido. Esa misma tarde trajo un buen botín para cenar. Por la noche cocinó aquella parte de ese gran bagre, y algunas palometas. Todo se

 

 

 

 

consumía fuera lo que fuera. Cenó discretamente bajo la luz de un foco de una lámpara de querosene. Al terminar de comer, arrojó lo que sobraba en carne y huesos a la basura. El aroma de las frituras de los peces era invitaciones a muchas aves de la costa que iban y venían, en busca de despojos, y carroña. Estaba acostumbrado, y la noche en las afueras del barco era un mar de estrellas bajo la luna radiante. Estaba desentendido del mundo por lo que no prestaba atención a los efectos del virus, eso lo hacía un hombre libre en cuando miraba las luces de los edificios a lo lejos, y luego se volteaba a ver la del faro, que se encontraba en forma inadecuada apagado. Desde la baranda de su navío apoyó sus mano en ella, y notaba como las aguas se mantenía cautas. Luego colocó el codo en ella, y llevo su palma a su mentón como queriendo meditar al sentirse un foráneo en este sitio

 

¿Y porque el faro estaba sin encender su luz se preguntaba? Las aguas continuaban con suma prudencia en sus movimientos. Luego en su baile mental recordó la pesca de la mañana, esa parte del bagre, que estaba cercenada a la mitad. No encontraba en su experiencia de marino explicación alguna. No, sino, cuando sintió un fuerte golpe al barco que lo derribo al suelo golpeando su frente con la madera mojada. Escasamente pudo incorporarse colocándose de cuclillas, observando el suelo, mientras recuperaba el conocimiento, y la vista que estaba nublada y apenas se recomponía. Las cadenas que ataban al barco comenzaron a estirarse. Era de un metal bastante arcaico, pero resistente. Fue cuando Amancio se levantó de aquella caída producida por esa fuerza decidido a ver lo que ocurría. Iba tambaleándose de un lado para el otro al ritmo de las olas que comenzaron sus ásperas circulaciones pronunciándose de forma salvaje. ¿El cielo estaba calmado, que lo producía ese ritmo vertiginoso en las aguas?

 

Una de las cadenas de amarre del muelle se partió. Quedaban dos. Luego la otra cadena ya floja en su chirrido lanzaba chispas hasta que no pudo resistir, y se partió en varios pedazos. La embarcación se estaba hundiendo pues la succión proveía desde abajo. Tomo su rifle y comenzó a disparar al agua, sin apuntar con exactitud. Dos disparos, y el movimiento del barco retomo su quietud a la acción del tintineo de una campana que tenía colgada en el interior del recinto. Fue cuestión de tiempo cuando la última cadena se estiraba por una potencia centrifuga que intentaba tragarse el barco. El viejo sacó con su rifle disparó al agua del lado de frente al rio un disparó, y luego corrió al otro extremo de frente a tierra para disparar cerca de la cadena. Nuevamente el movimiento cesó. Al darse vuelta, el viejo no podía creer que existiera algo así. Una bestia del tamaño de su barco se estaba apoderando de navío con sus tentáculos. La cadena se quebró cortándose. Este disparó sus últimas balas a la cabeza, antes de que se tragara el barco corrió hasta el interior a fin de encender el motor de la embarcación. Al arrancar el ventilador del fondo se había trabado con parte del cuerpo del monstruo. La desesperación fue su peor enemigo pues no lograba que arranque esa barcaza que hacía años estaba encallada en el puerto. Agarró un remo para golpear esa masa de músculos con ventosas, que se apoderaba de todo a su alrededor. Las maderas en el ir, y venir se partían hundiendo con lentitud al sonido de la campana la casa flotante. En un esfuerzo abismal el motor arrancó al desaflojar, tal vez cortando parte de la carne de aquel animal que cedió al correr de las aspas. Un solo movimiento hacia delante, yendo en dirección al rio, y temiendo que no se doblase, y desestabilizase el barco partiendo en la mitad, aunque fue inútil, pues estaba




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