Incorrupta

VII

CUARENTA Y UNA HORAS DESAPARECIDA.

 

Apenas llegamos a la casa me bajo del carro y toco desesperada porque no encuentro las llaves gracias a los nervios. Abre Pablo y entro a tropezones. Allí están todos, rodeando el comedor de madera café: Luis, Eleonor, Alma, Edmundo y Eduardo. Pablo se les une al rebasarme. Por sus caras, sé que lo que saben no es bueno.

Me apresuro a llegar a ellos y veo sobre la mesa la bolsa de piel blanca de mi Abi; esa que llevaba el día que desapareció.

Edmundo me contempla. Yo sé que él sigue investigando por su cuenta y usando los medios cuestionables en los que tiene fe ciega, pero ya no me importa reclamarle.

—La encontraron en el basurero de la plaza donde se iba a ver con el novio.

El chillido que intenta salir de mí termina siendo un sonido como de un aullido que se desgarra y no tiene el suficiente poder para sacarlo todo. Doy un paso hacia atrás y mi hermano me alcanza a sujetar del codo. Él sabe lo fácil que es sucumbir en momentos similares.

—Todo apunta a una desaparición forzada —interviene el detective que ya está detrás de mí.

—¿Y qué pensabas que era? —rebate Edmundo con una voz retadora.

Leonardo se mantiene en calma a pesar de que es observado con recelo por todos.

—Los adolescentes son difíciles de comprender, están sufriendo cambios importantes en su cuerpo y mente, y toman malas decisiones más seguido de lo que creen; incluso los que describen como “tranquilos”. ¿Ya la revisó un perito? —Apunta severo con el dedo hacia la bolsa—. ¿La abrieron? ¿Cómo la transportaron?

—Solo la traje —dice mi hermano—, pero una persona más la tocó. Lo demás esperamos que lo haga usted ya que le ahorramos el trabajo.

—Al manipularla alteraron la evidencia. Llamaré a un compañero experto para que venga enseguida a ver qué puede obtener. Nadie la toque ya.

—¿Cree que sea un secuestro? —pregunta mi esposo.

Percibo en Luis el dolor que lo invade.

Eduardo está a punto de soltar el llanto y prefiere irse a la habitación más cercana para no ser visto. Le causa vergüenza mostrarse con los desconocidos.

El detective da un breve suspiro y le responde:

—Ya habíamos revisado esa plaza y también los basureros, los mismos que vacían a diario, según el gerente del lugar. Si encontraron la bolsa hoy, es porque alguien más la puso allí. —Toca su barbilla, parece que toma decisiones—. ¿Cuentan con los teléfonos de los padres de las amigas? —nos pregunta.

Asiento porque tuve cuidado de pedírselos en los primeros días de clase, es una costumbre que tengo con las amistades de todos mis hijos.

—Les recomiendo que los llamen para que podamos interrogarlas a la brevedad.

Luis va enseguida por la agenda. Todavía usamos una porque a veces me ha pasado que borro sin querer un número del teléfono móvil.

Leonardo sale al pórtico para hacer sus respectivas llamadas.

Yo intento marcar, pero las manos me tiemblan tanto que Eleonor me quita la bocina del teléfono para hacerlo ella. Por veinte años fue secretaria en un consultorio médico. La dejo seguir. Sé que tendrá mejor elocuencia.

Los padres de sus tres amigas más allegadas acceden a encontrarnos en la escuela para poder llevar a cabo el interrogatorio. Confieso que no esperaba ese apoyo de su parte. Nos veremos allí en media hora.

—El perito va a llegar lo más rápido que pueda y ya pedí a un retratista para que nos alcance —hace saber el detective.

Edmundo se ofrece a quedarse, quiere entregar la evidencia él mismo. Seguro tomó el día libre y se lo agradezco en mis adentros. Es el único hermano que está siendo un soporte.

Antes de salir, escucho que tocan el timbre. Ese sonido ya empieza a retumbar en mi cabeza hasta detestarlo porque cada vez que la puerta se abre no se trata de mi Abi.

Es una vecina que quiere saber cómo va la búsqueda. No tengo ánimos ni tiempo de atenderla y la dejo con mis primas. A mis hijos les encargo que sigan repartiendo y pegando carteles.

Regresamos a la escuela, esta vez Luis nos acompaña porque se subió en los asientos traseros del carro sin pedir permiso.

Todo el trayecto vamos en silencio. Al llegar, nos estacionamos cerca de la entrada. Cinco minutos después vemos el coche del padre de Sherlyn; él es contador y tiene su despacho propio, seguro por eso fue quien asistió. Diez minutos más tarde llega la madre de Perla; es ama de casa y una mujer muy seria y callada. Detrás se estacionan los padres de Jazmín; tienen una tienda grande de abarrotes y los dos se encargan de atenderla.

Los saludo a todos con un movimiento de mano. Ya no me importan las formalidades.

Volvemos a hacer todo el proceso de ingreso a la escuela.

Esta vez el director nos pasa a la sala de juntas y luego se va, deseándonos lo mejor.

El lugar es amplio con paredes grises. Hay en medio una mesa negra larga para veinte personas.




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