Secreto de amor

5

Adam caminó sin rumbo por la ciudad hasta que se detuvo frente a un muro que daba vista a uno de los tantos puentes del Silver Lake. Era noche cerrada, y brumosa, a pesar de ser verano, pero tampoco quería irse a encerrarse a su estrecha habitación.

Se sentía indignado, molesto, ofendido. Le habían quitado su cuerpo, su vida, todo, y lo habían puesto en el de su persona menos favorita en el mundo. Nada menos que August Warden, por Dios.

Y ahora, ¿cómo podría presentarse ante Tess? ¿Debía hacerlo? 

Cerró sus ojos con dolor.

No quería ir ante Tess con esta cara y este cuerpo. No podía luchar por ella en esta envoltura. No quería que Tess lo mirara y viera a su esposo, quería que lo viera a él, quería el amor que ella podía tener para Adam Ellington, no los rezagos del amor, o compromiso, o resignación que tuviera hacia su ex marido.

Si acaso llegaba ante Tess, y ella, por la razón que fuera lo aceptaba de vuelta, ya fuera porque aún lo amaba y esperaba, o por sus hijos, o lo que sea, en su corazón siempre existiría esta verdad: ella a quien aceptaba era al ex esposo, nunca, nunca, a Adam.

—¿Te parece muy gracioso lo que has hecho con mi vida? —preguntó mirando al cielo, al agua, a todas partes—. ¿Te parece que debo estarte agradecido? Me has metido en el cuerpo de mi peor rival. ¿Esperabas que me alegrara? Que dijera: Oh, al fin tengo una ventaja, me aprovecharé de la situación—. Dejó salir el aire y sacudió su cabeza—. Qué poco me conoces. Que sepas que no estoy de acuerdo. No quiero esto. Habiendo millones de hombres en este país, en el mundo, vas y me metes en el menos indicado. Preferiría estar muerto de verdad.

Se quedó en silencio largo rato sintiendo un nudo en su garganta. Ninguna respuesta vino a él de ninguna parte, pero sabía, en el fondo de su corazón, que lo estaban escuchando. Estos seres que se habían atrevido a jugar con su destino, lo estaban escuchando.

—Un hombre sin la menor moral —siguió—. Sin el menor apego hacia nadie, rodeado de basura, con un historial tan reprochable, amante de putas… Y no quiero decir que yo haya sido un santo —exclamó con el ceño fruncido—. Pero al menos, a mí nadie me andaba buscando para meterme preso, o apuñalarme, o… ¡Maldita sea, arregla esto! —exclamó. Un indigente pasó por allí y al escucharlo hablar solo, se alejó corriendo, y Adam lo miró furioso—. ¡Yo no estoy loco! —gritó—. Los locos son los que están en el cielo. Mi inteligente hada madrina hizo un desastre con mi vida, y ahora no tiene la decencia de aparecerse y darme explicaciones. Esto es una mierda, una putada, una… Odio esto —dijo, ya con voz más calmada y recostándose al muro helado—. Odio esto con todo mi ser. No quiero, no quiero ser August Warden. Es lo más estúpido que se te pudo ocurrir. No puedo, lo siento. No puedo ser él.

Con el corazón adolorido, se alejó del lago y se encaminó al viejo edificio donde había estado durmiendo esta semana. Había hecho la maleta antes de irse al restaurante griego para tomar camino de inmediato a San Francisco, pero ahora sus planes no tenían sentido. No podía ir con Tess. No así.

Tal vez, mañana, él estuviese en otro lugar, en otro cuerpo.

Pero no fue así. Despertó a la hora de siempre y miró el viejo techo sobre él.

Poco acostumbrado a quedarse en la cama remoloneando, tomó los elementos del baño y salió. Afuera una prostituta que salía a medio vestir de otra de las habitaciones, lo miró de arriba abajo y se paseó la lengua por los labios. Adam se miró a sí mismo. Asqueroso, todavía tenía panza, vellos en el pecho, unas tetillas rosadas que no eran para nada atractivas, y unas piernas largas y algo flacas. Pero bueno, era una prostituta, ¿qué se podía esperar?

Se miró frente al espejo sin emoción alguna. Este era el rostro que había amado Tess, la boca que había besado Tess, el cuerpo que ella había…

No, mejor no pensar en eso. 

Si ella aún soñaba con August, este era lo que ella veía en sus sueños. Si ella todavía lo esperaba, esta era la silueta que esperaba ver acercarse. Oh, qué rabia, qué celos. Celos de sí mismo, celos del cuerpo que él alimentaba y lavaba.

Y entonces una duda vino a él. ¿Por cuánto tiempo? ¿Por cuánto tiempo estaría aquí?

Miró hacia la puerta, como si alguien fuera a entrar por ella a darle la respuesta.

August había sido apuñalado, recordó mirándose la cicatriz en su cintura, en el lado derecho; ahora caía en cuenta de que el hombre que lo había herido usaba su mano izquierda, tenía un aliento rancio de licor y cigarros, y había dicho unas palabras, pero no las recordaba, ni nada más. Alguien había querido asesinar a August, y tal vez se lo mereciera, y, tal vez, si se enteraban de que seguía vivo, lo volvieran a intentar.

Mierda. Lo peor era que no sabía quiénes eran sus enemigos, si los tenía, ni cómo cuidarse de ellos.

Se bañó, aunque al final se quedó sin agua caliente; se vistió con una de sus dos camisas nuevas, y llegó al restaurante griego entrando por la puerta trasera. Adriano sonrió al verlo.

—Es muy temprano para que vengas como cliente —le dijo acercándose con una sonrisa, y Adam miró las mesas con aire taciturno.

—Necesito trabajar, y mi viaje… se aplazó.

—Claro que sí, entra. Ya estaba buscándote un remplazo, pero no hay ningún problema con que sigas. Me gustaría ofrecerte algo permanente—. Adam lo miró a los ojos oscuros y redondos.




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