Tal vez el último verano.

3

Conseguí convencerla. 
Regresamos a mi casa, evitando los caminos y las carreteras. Tuvimos que atravesar el bosque en la más completa oscuridad, deteniéndonos al menor ruido o con el roce de pasos en las hojas secas. Solamente se trataba de animales nocturnos, pero a cada momento creía ver en las sombras un asesino en potencia que nos acechaba oculto entre los arboles.
Al llegar junto a mi casa, nos escondimos frente a una de las puertas laterales, alejadas de la entrada principal. Mis padres habían sido muy previsores al darme un juego de llaves para que pudiera entrar en caso de que ellos no estuvieran o hubieran tenido que salir. Ahora con una de esas llaves en la mano, abrí la puerta que creía más oculta y entramos en el patio de casa.
Mi madre aún seguía despierta. No había querido irse a dormir hasta verme volver sano y salvo. Al verme llegar con Christine, abrazó a mi amiga.
—¡Pobrecita! ¡Lo siento muchísimo...!
—Mamá, tengo que contarte algo muy importante —le dije.
Se lo conté todo y ella escuchó en silencio. Al terminar sólo dijo dos palabras:
—Te ayudaremos.
Sabía que podía confiar en mis padres.
Ella se movilizó enseguida. Sacó ropa de los armarios, preparó algo de cena para Christine y para mí. Yo estaba muerto de hambre, pero mi amiga no quiso probar bocado. Mi madre se movía como un terremoto, arrastrando un colchón y moviendo muebles hasta transformar una de las habitaciones vacías en un acogedor dormitorio.
—Está noche dormirás aquí —le dijo a la niña —, mañana buscaremos un lugar más seguro. 
—No quiero dormir sola —dijo Christine. Estaba aún bastante asustada.
—Yo dormiré contigo —me ofrecí. Mi madre me miró durante un segundo y luego asintió. Yo había puesto una de las caras más inocentes que jamás tuve que componer en toda mi vida.
—Está bien —dijo —traeré otra almohada.
Mi madre me sacó a empujones de la habitación mientras Christine se quitaba la sucia ropa y se ponía uno de mis feos y ridículos camisones.
Yo había aprovechado para ponerme uno de mis pijamas y cuando me permitió volver a entrar en la habitación, Chris ya estaba acostada. Me tumbé a su lado y mi madre nos dio un beso de buenas noches a los dos. Luego apagó la luz y desde la puerta nos dijo:
—Ahora a dormir.
No le hicimos caso. Ambos estábamos muy alterados por los sucesos que habían ocurrido en tan corto espacio de tiempo como para conciliar el sueño.
Noté como Christine se volvía hacía mí, aunque tan sólo podía ver el brillo de sus ojos reflejando la escasa luz que entraba por la ventana. Sentí su aliento en mi rostro, seguía oliendo a vainilla, un olor muy dulce y extraño. Ella me abrazó y sentí sus manos en mis hombros, luego me besó con muchísima suavidad en los labios y susurró unas palabras en mi oído.
—Gracias por estar aquí, Pedro.
Permanecí inmóvil durante un minuto, un instante después, escuché su respiración acompasada. Se había quedado dormida.

°°°

Al despertar, Christine aún seguía abrazada a mí. A la claridad que entraba por la ventana pude contemplar su rostro dormido. Era tan bonita, tan frágil y tan etérea que me sentí culpable de mirarla sin su permiso. A pesar de estar despeinada y con la piel de su cara manchada de lágrimas secas, para mí era lo mas precioso que había visto en toda mi vida. Sentía adoración por ella. Hubiera dado mil veces la vida porque nada malo le sucediese.

y ni los ángeles en el Paraíso encima
ni los demonios debajo del mar
separarán jamás mi alma del alma

de la hermosa... Christine.

Lo susurré en voz baja para no despertarla, pero era lo que sentía en ese mismo instante y me hubiera gustado pregonarlo, gritándoselo al mundo entero.
Opté por levantarme, tratando de no despertar a mi preciosa bella durmiente. Afortunado el príncipe de sus sueños, me dije, pensando después, que ese príncipe era yo. Eso me hizo sentir un escalofrío recorriendo mi espalda. ¿Qué más podía pedirle al mundo?
Me vestí rápidamente en mi habitación y bajé a la cocina, donde mi madre, preparaba el desayuno. Se le notaba lo cansada que estaba, aparte de todo lo sucedido, mis hermanitas estaban en la cama con fiebre, según dijo mi madre, se trataba de un resfriado estival, muy común en aquella época del año.
El olor del café y de las lonchas muy finas de pan tostado, untadas de mantequilla, despertó mi apetito.
—¿Y Christine? —Me preguntó mi madre, después de darme un beso.
—Sigue durmiendo —contesté.
—Le diré a tu padre que pase por su casa. Hay que informar a los padres de Christine de que se encuentra bien.
—Podría ir yo —dejé caer.
—Tú vas a ir derecho al colegio —ordenó mi madre.
—Podría pasarme antes de ir al colegio.
—Mira, Pedro, en estos momentos deben de estar pasándolo muy mal. Paul ha muerto y creen que su hija está desaparecida. No creo que sea un buen momento para que vayas por allí.
En eso tenía razón. Verme a mí les recordaría a su hijo. Además seguramente pensarían que yo era el culpable. Sólo les había traído desgracias.
—Tienes razón, mamá. No es un buen momento.
Ella me abrazó.
—Eres un chico muy sensato, Pedro. Nadie sabe la suerte que tenemos de tenerte a nuestro lado. Si algo te hubiera ocurrido a ti, no sabría...
—No va a sucederme nada, mamá.
—¡Anda! Desayuna algo.




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