Tal vez el último verano.

Un tren hacía ninguna parte

La oscuridad lo envolvía todo.
Sentía dolor, el brazo, las costillas, el hombro me dolía horrores. Ahora sí.
¿Era aquello la muerte? Nunca hubiera imaginado que al morir seguiría sintiendo dolor.
Pero, si no estaba muerto, ¿dónde estaba?
También olía mal y aquello empezó a preocuparme.
Al prestar atención a mi entorno, pude escuchar un monótono sonido...Era un tren. ¡Estaba en un tren!
Recordé de repente todo lo ocurrido y me incorporé.
—¿Christine?
—Estoy aquí, Pedro. ¡Estás vivo! ¡Creía que...! ¡Te disparó!
No podía verla, pero al escuchar su voz sentí un gran alivio.
Estaba tumbado sobre algo duro de madera y tenía la cabeza apoyada en el regazo de Chris.
—Estoy bien, Chris. ¿Dónde estamos —Le pregunté
—Estamos en un tren, Pedro. Yo me desperté hace un rato, tú estabas dormido junto a mí.
—¿Cómo nos han traído hasta aquí? ¿Fue, Kaufman?
—Tuvo que ser él. Creo que nos drogaron, a mí me duele todavía la cabeza.
—Te dio un golpe muy fuerte, ¿te encuentras bien?
—Sí. Sólo tengo un chichón...
—¡Le mataré! Lo haré como lo hice con tu tío. —Estaba rabioso, no sólo por haberme disparado a mí, sino por haber tocado a Christine.
—¡Tengo miedo, Pedro! ¡Este tren...! ¿Dónde nos llevan?
En ese momento caí en la cuenta. Ya sabía dónde estábamos. Era el tren que transportaba a los judíos al norte, a los campos de exterminio. Kaufman nos había entregado a los nazis.
Me levanté y la cabeza comenzó a darme vueltas, por lo que volví a sentarme. La herida de mi hombro había dejado de sangrar. La bala había salido por mi espalda sin tocar ningún órgano importante, por eso seguía vivo.
—Tenemos que salir de aquí —dije. Gateé hasta una de las paredes del vagón y comprobé que también era de madera, estaba formada por gruesos tablones clavados con clavos. Era un vagón donde solían transportar el ganado, de ahí el olor que había percibido al despertarme. Tanteé las paredes hasta encontrar un tablón algo flojo e hice fuerza tirando de él. Al cabo de un rato el tablón cedió y la claridad entró en el vagón.
El agujero seguía siendo demasiado pequeño para poder salir por él, pero al menos veía algo.
Christine estaba acurrucada al fondo, era de madera como yo sospechaba, con el suelo cubierto de paja. Nuestras compañeras de viaje eran dos vacas que pastaban con tranquilidad de un montón de heno en el otro extremo del vagón.
Seguí con mi trabajo, agrandando el agujero hasta que pude sacar la cabeza por él y mirar al exterior. La luz del sol me cegó momentáneamente, pero luego pude ver extensos campos de lavanda hasta donde se perdía la vista.
Noté que el tren aminoraba la marcha, seguramente nos acercábamos a una estación o un apeadero donde haríamos una parada. Esa era nuestra oportunidad.
Cuando el agujero ya era lo bastante grande para caber por él, esperé a que el tren se detuviera del todo. Estaba empezando a anochecer y eso también nos beneficiaría.
—En cuanto el tren se detenga, saldremos de aquí —le dije a Christine.
Ella estaba abrazada a mí. Temblaba de miedo. Pero yo estaba decidido a escapar de allí.
—No tengas miedo, pronto regresaremos a casa.
Ella me sonrió.
—Prométeme que no dejarás que me lleven a uno de esos campos, Pedro.
—No va a sucedernos nada, confía en mí.
El tren silbó al entrar en la estación y escuché el ruido de los frenos al detenerse la locomotora. Un momento después nos detuvimos.
Volví a sacar la cabeza por el hueco que había fabricado y miré. Al fondo, junto a la máquina que vomitaba nubes de vapor, había dos guardias franceses y junto a ellos varios soldados alemanes. Estaban reunidos en torno a un camión que en uno de sus laterales llevaba la cruz esvástica. Estaba seguro de que su intención era trasladarnos a ese camión para seguir la ruta por carretera.
Me colé por el agujero y me agaché junto a las ruedas del tren, luego le dije Christine que saliera y ella obedeció. Una vez junto a mí, corrimos hacía la parte trasera del convoy, siempre agachados.
Nadie nos había visto, pero teníamos que cruzar un extenso claro hasta llegar a la seguridad de un bosque de pinos que había al otro lado de las vías.
—Tendremos que correr hasta allí —le dije, mientras señalaba el bosque —, ¿estás preparada?
Asintió con la cabeza y noté que me agarraba de la mano.
Respiré hondo, volví a mirar en dirección a los soldados y...
—¡Ahora!
Salimos en estampida sin mirar hacia atrás, tan solo buscando la seguridad del bosque.
Llevábamos recorrido casi la mitad cuando escuché voces y gritos detrás nuestro.
¡Halt !—Gritó alguien, a lo que siguió el tableteo de una ametralladora. Las balas silbaron a nuestro alrededor justo cuando llegábamos al bosque.
Seguí corriendo y arrastrando a Christine, mientras zigzagueaba entre los árboles y sin mirar hacia atrás.
El bosque se hizo más frondoso y pude detenerme un segundo detrás del tronco de un árbol. Los gritos habían quedado atrás. Se veía el haz de varias linternas, pero estaban bastante lejos.
—Tenemos que continuar —le dije a Christine, cuando me di cuenta, a la escasa luz que aun reflejaba el cielo, que estaba pálida y fatigada.
—Creo que no voy a poder seguir —dijo ella. Su mano se agarraba el estómago y la sangre empapaba su camisa.
—¡Te han herido! —Grité, al ver que sus piernas flaqueaban y resbalaba, yo la sujeté antes de caer.
—Déjame aquí, Pedro...Tienes que escapar —Las lágrimas rodaban por sus mejillas.
—¡No! ¡Nunca te dejaré! —Cacé una de sus lágrimas y me la llevé a los labios —¡Estás dentro de mí! ¿Recuerdas? ¡Nada podrá separarnos!
La cogí en brazos y avancé a través del bosque, alejándome de los soldados.
De vez en cuando miraba su rostro y nuestros ojos se encontraban.
—¡No me dejes, Christine! —le susurré yo.
Ella permanecía con los ojos abiertos, mirándome y una sonrisa iluminaba su rostro.
—Nunca...te rindes, ¿verdad...Pedro?
Le dije que no hablara. El dolor de brazos, sobre todo del que tenía roto, era insoportable, pero jamás nada me impediría salvar a mi pequeña francesita.
—Me gustaría descansar...aquí —dijo con la voz cada vez más fatigada —bajo las estrellas. Tendría...una tumba preciosa y tu dormirías sobre ella cada...no...noche.
—¡Te vas a poner bien, Christine...!
—Nada...podrá separarnos —continuó ella —, ni los ángeles, ni los demonios, porque...nuestras almas siempre estarán juntas. Nos...vol...veremos...a ver... Bésame una última vez, Pedro.
Besé sus labios fríos y noté como su cuerpo se quedaba flácido y su cabeza colgaba hacía atrás, pero no dejé de correr.
Corrí toda la noche, y cuando el sol despuntó entre los árboles, mi cuerpo se rindió y caí de rodillas al suelo.
En mi mente tan sólo podía escuchar las estrofas de una poesía recitada mucho tiempo atrás:




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