Un favor para Lady Elois

Prologo

Berkshire, Inglaterra 1811

El suave repiquetear de la carreta contra las piedras del camino le daba sueño, su padre le advirtió que no podía dormirse ya que tenían que hacer algo importante, pero hacía mucha frio y ya había anochecido. Luna, la vieja yegua blanca que tenía más años que él, trotaba despacio por el camino, los ojos se le cerraban brevemente pero inmediatamente los abría asustado, no podía dormirse.  Con el rabillo del ojo observó a su padre, estaba muy callado, taciturno de hecho, nunca había sido un gran hablador pero lo notaba raro.

No recordaba ninguna palabra cariñosa de su parte, ni mucho menos una caricia, pero lo quería, salía a trabajar al alba y regresaba muy de noche, su madre le decía que lo hacía para mantenerlo a los dos y aunque no vivían como reyes, tampoco podía decir que se acostaban sin comer. Su casa era pequeña, pero su madre siempre la mantenía limpia, tampoco era muy cariñosa con él pero se conformaba con que a la hora de la cena, cuando su padre no estaba mirando, recibir un bollo de más.

Un escalofrío hizo que se acurrucara más dentro de su viejo gabán, estaba algo descastado pero era muy útil, también le gustaba el color, era un verde muy bonito y su madre le decía que el verde le quedaba precioso. De pronto la carreta paró, él se preocupó, quizás luna estaba muy cansada para continuar y su padre paró para darle un descanso, sin embargo su padre no decía nada, solo estaba con las riendas en la mano mirando el camino sin moverse. Una suave neblina empezó a caer mojando sus hombros, él inclinó la cabeza y observó el cielo y se dio cuenta que era la primera nevada antes de navidad, más tarde le preguntaría a su madre si podría ir a la casa de Peter hacer muñecos de nieve, sonrió pero la sonrisa se borró cuando su padre habló.

 —Bájate Rupert.

Algo en el tono de su padre hizo que el pequeño se asustara, lo miró esperando que haber oído mal pero cuando lo repitió, los ojos de Rupert escocieron.

—Pero padre ha comenzado a nevar y seguramente…

— ¡Que te bajes maldita sea!

 Rupert se encogió, tomó la bolsa que su madre le preparo de cena y se bajó con las rodillas temblorosas de la vieja carreta.

—Desde este mismo momento eres huérfano, no quiero saber nada de ti.

El corazón del pequeño se tambaleó hasta romperse, retrocedió dos pasos como si hubiese recibido un golpe físico y los ojos se le llenaron de lágrimas.

— ¿Qué está diciendo, padre?

Su padre no respondió, seguía con su espalda recta y con las riendas del caballo en las manos.

—No me llames así.

Varias lágrimas se deslizaron por su pequeño rostro

— ¿Así como? —Preguntó entre hipos

—Padre. —Respondió girando su cabeza y enterrando su mirada verde en la del pequeño de ojos pardos—No soy tu padre. La zorra de tu madre se abrió de piernas a alguien más ¿A caso no lo sabías? ¿No ves las diferencias entre tú y yo?

El pequeño negó con la cabeza sin entender. Entonces él se rio, una risa seca, sin gracia que se le caló en lo más hondo al pequeño.

—Tienes razón, eres demasiado pequeño para entender, quizás algún día lo puedas comprender.

Rupert se estremeció pero no por el frio sino por fría indiferencia con que lo trataba. Desesperado, alargó su pequeña mano y se aferró a la percha de su pantalón, con voz entrecortada, suplicó:

—Me portaré bien, se lo prometo, por favor no me deje aquí. Hare lo que sea…por favor.

Su entonces padre, tomó una vara de sauco, que utilizaba para pegarle al caballo cuando no quería andar y lo golpeo en el brazo haciéndolo caer sobre la blanca nieva.

—No quiero seguir manteniendo a alguien que no lleva mi sangre. —dijo con rabia.

El pequeño gimió en el suelo de dolor, varias gotas de sangre mancharon la nieve blanca y por un momento no pudo levantarse. Sin embargo, al escuchar la carreta en movimiento, Rupert se mordió los labios con fuerza y se apuró a levantarse.

—Padre…espere…por favor espere.

El pequeño corrió con la poca fuerza que le quedaba pero no podía alcanzar la carreta.

—Padre…Padre…no me deje, no me abandone, me portaré bien, se lo juró. Cortaré la leña, saldré con usted a trabajar, comeré menos, le diré a madre que no me de más bollos…Haré lo que sea por favor…no me deje.

Derrotado, se arrodillo, sollozando bajo los copos de nieve que caían del cielo, la sangre que emanaba de su herida dejó un rastro rojo por todo el camino.

—Padre—Musito entre hipos mientras se dejaba caer cansado sobre la nieve blanca—Yo lo quería.

 

 

 

 




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