A Primera Vista

5. Dinero, dinero, dinero

—Bueno, señor Sebastián Vélez, ya que no es un secuestrador romántico ni el líder de una banda de flamencos mafiosos, ¿tal vez es un agente secreto? ¿Me está reclutando para una misión ultra secreta de salvar al mundo?

Sebastián suelta una carcajada y agacha la cabeza derrotado mientras esperamos a que nos atiendan en la clínica.

—Oh, claro. Toda esta operación encubierta comenzó con un atropellamiento en la playa. Soy el James Bond de los incidentes de tráfico, en esta oportunidad el chequeo será para calificar qué tal va tu hígado.

—Jamás me embriagué.

—¿En serio?

—Nunca. Detesto el alcohol.

—Porque no has probado bebidas buenas.

—¿Me está llamando pobretona? 

—A todo el mundo le gusta el alcohol cuando prueban la bebida correcta que además les pone contentos.

—Solo cerveza y vinos baratos. Quizá champán barato también en un club nocturno de mala muerte, no me gusta salir a bailar ni de fiestas.

—Porque tampoco saliste a la fiesta que sea de tu gusto.

—Pero, ¿y si lo que estoy diciendo es solo una tapadera para que usted pueda despistarme? ¿Quizás es el agente secreto más astuto del mundo y estoy a punto de ser reclutada sin siquiera darme cuenta?

—Valentina, eres la protagonista de película de secuestros más absurda que jamás haya conocido. Pero no, no soy un agente secreto, solo un hombre que iba por la calle luego de una reunión en su coche descapotable en el que tú caíste dentro y ahora nos vamos a asegurar que no te hayas roto una costilla.

—Solo me duele la cabeza.

—Puede que se te haya roto un hueso en la cabeza.

—Quieren mi cerebro.

—Oh, sí, también. ¿Y qué tal andas del corazón?

—Ese sí que está mal, super mal.

—Nunca te embriagaron, pero sí te rompieron el corazón.

—Puede ser—me encojo de hombros, notando que la charla va por una dirección desconocida.

—Tranquila, el mal de amores no es el punto, solo con que no tengas las arterias tapadas o colesterol es suficiente.

Me preocupa cuánto de verdad pueda haber en lo que dice.

Sacudo las piernas en las sillas altas de esta sala de urgencias como una niñita, mi mente divaga en la charla.

—Si tiene cosas más importantes que hacer, puedo esperar solita—le advierto.

—Claro y luego me demandas.

—Claro que no tengo dinero para un abogado.

—Entonces esperaremos hasta que te atiendan.

—Yo…

—Pagaré por remedios y estudios que sean necesarios.

—En serio, fue mi culpa el haberme cruzado.

—Por supuesto que fue tu culpa, parecías estar huyendo de alguien. Además de tu país.

—Digamos que me avergoncé.

—En tu país ¿o huyes de Argentina porque te rompieron el corazón?

“Un poco y un poco.”

—Busco trabajo—le digo por fin—. Estudié en una carrera que no me dio trabajo aunque lo intenté hasta el hartazgo en Buenos Aires y no pude.

—¿Probaste con emprender?

—Lo haría solo con un trabajo estable.

—Bien pensado. ¿Qué estudiaste?

—Licenciatura en Comunicación. Y no, no quiero dedicarme a la investigación.

—¿Crees que en Uruguay será diferente?

—Creo que puedo intentarlo… Parece ser que usted tiene experiencia, señor Vélez. Podría ayudarme a predecirlo.

—Realmente no tengo idea sobre el negocio en el ámbito de la comunicación.

—Pero existe la comunicación empresarial o de redes.

—Eso sí.

—¿Cree que en Uruguay me vaya bien?

Nos ponemos a hablar sobre las diferencias entre uruguayos y argentinos. Sebastián, con una sonrisa en el rostro, parece haber olvidado el "atropellamiento" y está dispuesto a charlar.

De un momento a otro pasamos de asuntos laborales a asuntos culturales y cuando entramos en el tema del vocabulario, le cuento:

—Bueno, primero que nada, nosotros decimos "che" todo el tiempo. Es como nuestro "hola", "adiós", "¿cómo estás?", y "me olvidé la billetera en casa" todo en uno.

Nos reímos juntos mientras un médico me llama por mi nombre y estoy lista para ingresar.

Me pongo de pie y miro a Sebastián de reojo.

—¿Seguirá aquí para cuando salga o nos despedimos?—le pregunto.

—Aquí te espero, una vez que el médico se asegure de que el hígado y los riñones te funcionan, debo llevarte el trozadero.

—Guácala, eso sí que me dio miedo.

—Ve, si necesitas ayuda, solo grita.

Me muerdo el labio, risueña por caer en la cuenta de que más allá de que en efecto Sebastián Vázquez sea un timador de primera, me gusta el tono de la charla y siento por un instante que algo de química fluye entre nosotros dos.

El ángel atropellador de ojos grises y cabellos dorados me estará esperando cuando salga, para devolverme a la calle o para venderme a sus socios de la mafia uruguaya. ¿Cuál sería mejor opción?

—¡Mendoza! ¡Mendoza Valentina!—insiste el doc.

—¡Aquí voy, aquí voy!

 




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