A Primera Vista

11. Menta granizada

Después del día laboral que incluye un cambio de vestuario, termino por uno nuevo ya que Sebastián me ofrece que vamos a comprar ropa adecuada para salir a correr, aunque mi Yo precavido ha guardado ya un bikini en mi bolso al salir de casa porque pensaba salir a la playa, tengo la faldita atada que me cubre los glúteos y un par de zapatillas ya que no deseo la suerte de romperme las sandalias, el destino de una chica precavida. O eso intento.

La invitación de Sebastián es algo más que inusual: salir a correr. ¡Correr! La palabra en sí misma suena como una tragedia en tres actos, pero, por alguna razón, digo "sí" ya que no me siento en condiciones de rechazarle una invitación aún cuando mi condición física es con creces más pobre que el cuerpazo tremendo que tiene. En cuanto me busca por la oficina, ya viene cambiado con un short que deja ver sus piernas fibrosas bien definidas y una camiseta adherida al torso cuya tela disimula el sudor. Comienzo a preguntarme si no iré demasiado despechugada a correr por la playa, pero qué va, estoy en Punta del Este y lo que más deseo es el aire veraniego en mi piel.

—Espero hayas traído protector para el sol—advierte él.

—¿Podemos pasar a comprar?

—Saca el que está en la guantera.

—¿Dónde?

Él se incorpora y abre la puertita de la gaveta.

Que en cierto modo me meta la mano entre las piernas me hace sentir un ligero cosquilleo que termina en cuando saca el bloqueados solar y me lo ofrece. Decido que me lo pondré al bajar del coche y así sucede ya que lo último que deseo es mancharle el costoso tapizado.

Salimos del coche en el punto indicado y acto seguido, me encuentro enfrentando el más complejo desafío de mi vida: un par de zapatillas de deporte y la promesa de no terminar exhausta como un pulpo en una lavadora. Sebastián, que lleva puestos unos pantalones de correr que parecen haber sido diseñados por la NASA, me lanza una mirada al estilo "Vamos a conquistar el asfalto, Valentina".

Y así comenzamos a correr por la costa de Punta del Este, donde el glamour de la ciudad se encuentra con la simplicidad de unas zapatillas desgastadas. Mientras trotamos, Sebastián me habla de sus planes cósmicos para convertirnos en los corredores más famosos de Uruguay y algunos hacks para evitar que un auto me vuelva a aventar por el aire. Me río tan fuerte que casi pierdo el equilibrio y me convierto en la estrella de la escena nuevamente.

La conversación, lejos de ser la típica charla ligera, se convierte en una mezcla de anécdotas sobre la vida, secretos de la ciudad y planes para un futuro donde los corredores que hacen afteroffice son los verdaderos líderes mundiales. Nos detenemos para tomar aliento, y la risa se mezcla con el sonido del océano cercano.

—No me digas que estás agotada—dice él, totalmente fresco.

—Necesito… necesito…

—¡Agua!—dice él, llamando a un vendedor que pasa.

Compra dos botellas y me entrega una.

—¿Cuánto es?—le pregunto.

—Dos cuadras más trotando, vamos, yo sé que puedes.

—Deberías consultar el destino a tu tarotista… No sé si pueda dos cuadras más.

—¿Sabes lo difícil que es encontrar con quien salir a correr y ganarle además?

—Prometo…mejorar mi resistencia.

Me río porque ambos sabemos que esa promesa sí que estará difícil de cumplir, aunque  con el agotamiento y mis palmas afirmadas en las rodillas termina por dolerme el estómago.

Hacemos esas dos cuadras con apenas un poco de oxígeno de mi parte, aunque él puede que corra diez kilómetros además de lo que ya hicimos y seguirá estando totalmente fresco.

Terminamos la sesión de correr riéndonos porque él se burla de mí y yo le reconozco que viví toda la vida en un lugar lejos de la playa, pero a cuatro horas y media en micro, viendo esa oportunidad como un lujo. Pero eso no nos detiene. Nos damos palmaditas mutuas en la espalda, sintiéndonos como los campeones olímpicos de la risa y el cardio.

—Definitivamente mereces un premio luego de esas dos cuadras de rigor—propone.

—¿Qué clase de premio?

“Espero que sea un beso con lengua más que una palmadita en el hombro” me digo a mí misma, pero abofeteo a la voz de mi consciencia ya que está claro que esto no tiene ninguna intención que no sea una ayuda a mi estado físico, de seguro me vio un poco blandengue y esta invitación a hacer ejercicio fue su manera de ponerme a quemar la cena deliciosa que me zampé anoche sin remordimientos.

Él se aleja un poco de mí, cuanod a lo lejos, veo el paraíso: un carrito de helados, lo cual implica un oasis de felicidad en forma de conos y cremas frías.

Mi estómago grita "¡sí!" antes de que mi boca pueda articular palabra y luego él regresa.

—¿Es en serio?—me pregunta, atolondrado luego de elegir un sabor.

—¿El qué?

—¿Menta granizada, Valentina? En el mundo hay dos clases de personas: las de crema americana y las de menta granizada. Claramente, ya sé de qué lado estás tú.

—Una vez leí que hay otras dos clases de personas—pienso, recordando un librito agradable, pero decido omitir la posibilidad de completar eso porque es una cochinada. O no sé si tanto.

Una vez con nuestros helados en mano nos sentamos en la arena, disfrutando de cada cucharada como si fuera el primer chiste de un cómico consagrado. El sol se pone, y la combinación de risas y helado crea una sinfonía de felicidad que resuena en la playa.

—Valentina, estoy convencido de que el helado debería ser la moneda oficial de la felicidad. ¿No crees?

Asiento con la boca llena de helado, porque, sinceramente, ¿quién puede resistirse a una filosofía tan deliciosa? Nos quedamos allí, viendo cómo el sol se esconde detrás del horizonte y nuestras risas llenan el aire, como si estuviéramos en el escenario de la mejor comedia de la vida.

Luego procedemos a darnos un chapuzón entre las olas antes de que el sol termine de abandonarnos, cuando al salir, él me ofrece su toallón de playa ya que yo me cargué una muy chiquita entre mis cosas.




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