Al Otro Lado - Aol 1

46. Omisiones

Stu se sentó sin prisa en el sofá frente a la computadora. Después de comprar la casa, le había preguntado a C qué la había hecho incluirla entre sus favoritas.

—Porque me recuerda mucho a mi pueblo en la Patagonia.

Y sólo entonces Stu se había dado cuenta de que en todos esos meses, nunca había pensado siquiera en echarle un vistazo a la multitud de fotos de la Patagonia que ella tenía en Facebook, para ver el lugar donde ella había vivido más de quince años, donde se casara y se separara, donde naciera su único hijo. El lugar que no había dejado por propia voluntad, sino porque la falta de trabajo en la zona la había hecho regresar a la gran ciudad en busca de nuevas oportunidades. El único lugar donde, en sus propias palabras, ella se sentía libre. Y al que aún soñaba con regresar.

Se cercioró de que Skype estaba abierto y con el video bloqueado, y se dispuso a mirar esos álbumes de fotos. Desde donde estaba, sólo precisaba erguirse para ver el portón de entrada y el sendero de grava que llegaba desde la calle entre los árboles.

Se había demorado en una serie de imágenes invernales cuando un vozarrón llenó la sala, arrancándole una sonrisa.

—¿Stewie?

—¿Cómo estás, Nahuel? —respondió, y se sorprendió de lo animada que sonó su propia voz en el silencio de la tarde de lluvia.

—¡Bien, gracias! Mamá me dijo que Liz y Star iban a tu casa hoy. ¿Ya llegaron?

Stu volvió a sonreír. El chico había terminado aceptando a sus hijas como a hermanitas adoptivas a la distancia, sin que le importara la diferencia de edad entre él y ellas. Tal como dijera C, ser hijo único no era fácil para un chico tan afectuoso como él.

—No, aún no. Les diré que te llamen apenan se acomoden.

—¡Gracias!

Se demoró mirando una foto de C bajo una nevada, la capucha azul brillante de su chaqueta y el cabello oscuro enmarcando sus ojos claros, el rostro iluminado por una sonrisa.

—¿Está tu mamá? —preguntó sin detenerse a pensarlo.

—Se recostó hace un rato, déjame llamarla.

—Oh, no, no la… —Pero ya lo escuchaba llamándola, mientras él seguía mirando su foto en la nieve, demorándose en su sonrisa.

Era la misma que exhibía en todas sus fotos en la Patagonia. No era especialmente amplia ni especialmente feliz, y sin embargo tenía una cualidad que le costaba definir, algo diferente. Era más plena. Ninguna de sus fotos en la ciudad la mostraba sonriendo así, con sus ojos tanto como con sus labios.

Su voz enronquecida lo sobresaltó. —Hola, Stu.

—Hola, zorro, ¿estás bien? Suenas terrible.

—¿Estoy gastando la poca voz que me queda para que me llames así?

Stu rió por lo bajo, porque ella siempre se ofendía cuando la llamaba así. —Lo siento, pero suenas bonita cuando te enfadas.

—Atrévete a decírmelo en la cara cuando llegues —gruñó ella—. ¿Y ya te has mudado? ¿Cómo te sientes en la casa nueva?

—Muy bien. Mis muebles parecen hechos a medida, y es muy cómoda. ¿Y a ti qué te ocurrió? ¿Pescaste un resfriado? ¿Anginas?

—Sí, un resfriado y stress, para variar. ¿Qué hay de ti? ¿Cómo estás?

—Sin resfriado, por suerte. Estoy viendo tus fotos de la Patagonia. Un lugar hermoso, tu pueblo.

—Ya lo creo. No hay necesidad de presumir, puedes verlo por ti mismo.

Stu advirtió la melancolía en su acento. —¿Estás bien? ¿Qué ocurre?

—Oh, nada. Olvídalo. Siempre echo de menos la Patagonia cuando estoy un poco estresada.

‘Olvídalo’. De modo que era algo importante para ella, pero pretendía minimizarlo para no hablar al respecto. Como trataba de hacer siempre. Seguramente a continuación comenzaría a preguntarle por las niñas o algo parecido, para desviar la conversación.

Iba a hacer un comentario al respecto cuando sonó el timbre.

No fue tanto un sonido rompiendo el silencio de la casa, sino un retorcijón en sus tripas y fuego en su pecho.

—¿Eso fue tu timbre? —preguntó C.

—Sí —respondió, estirándose para mirar hacia afuera. Vio el auto de Jen al otro lado del portón entornado—. Tengo que irme.

—Stu…

—Dejaré la llamada abierta, para que las niñas puedan saludarlos a ti y a Nahuel.

—Stu.

—Te llamaré más tarde.

—¡Stu, pendejo! ¡Cierra el trasero!

No fue una exclamación perentoria, sino un graznido afónico, pero cumplió su cometido de reclamar su atención.

—Mírame, Stu.

—¿Qué? Tengo que…

—¡Mírame!

Obedeció contrariado y la encontró mirando la cámara, como si enfrentara directamente sus ojos.




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