Almas destinadas

2.

Camille se puso el uniforme. 

Ni siquiera sabía para que lo hacía, de todos modos, había planeado lanzarse por la borda cuando todos estuvieran celebrando en la mitad de la noche.

Tal vez lo hacía para hacer feliz a su tía por última vez.

Tal vez lo hacía para mostrar normalidad.

«¿Normalidad?» Se preguntó mientras se arregló el cuello de la camisa frente al espejo.

Se había maquillado siguiendo las normas del crucero y, aunque lucía preciosa, con los labios rosados y los cabellos cobrizos combinándole, ella solo vio la mierda en la que había dejado que la convirtieran.

«¿Cómo le había permitido llegar tan lejos?»

—Estúpida, Camille, estúpida —se regañó furiosa trenzándose el cabello hacia atrás para verse más pulcra.

Desde el cuarto de baño, su tía la miró con preocupación.

Nunca había podido leer bien a Camille. Era demasiado silenciosa. Podía apostar que se guardaba todo y que ese pozo de sentimientos que tenía dentro del pecho ya estaba a punto del desborde.

Siempre con los ojos llorosos, conteniéndose los sollozos. No era normal que una jovencita tan bonita estuviera todo el tiempo tan triste.

Podía apostar que la culpa la tenía ese desgraciado con el que sus padres la habían obligado a casarse.

Bueno, su hermana también tenía culpa. Se había dejado llevar por las exigencias de su esposo, el padre de Camille, y había forzado a su propia hija a casarse con un vividor y a tener una vida infeliz.

«¿Qué clase de madre le hacía eso a su propia hija?» Se castigó también, culpándose por no haber intervenido y protegido a Camille. 

Pero ¿cómo iba a protegerla si, en ese entonces, ni ella tenía estabilidad? Camille era apenas una niña. 

—Ya estoy lista, tía —le dijo Camille, luciendo preciosa con el uniforme ajustado.

Valery la miró con dulzura y con emoción caminó hacia ella. Ya no podía recordar la última vez que la había visto tan bonita. Se emocionó, por supuesto que sí. El desgraciado con el que se había casado tenía serios problemas de celos y posesividad. 

No la dejaba trabajar, tener amigos, ni una vida normal.

La tenía encerrada en casa y la marchitaba con cada paliza inmerecida. 

—Te ves absolutamente preciosa, mi niña —le dijo Valery y la tomó por las mejillas para besarla en cada lado.

Camille se tensó y rompió el contacto entre tía y sobrina. Últimamente, desde que le habían comunicado la noticia del virus, no quería acercarse a nadie.

Temía contagiarlos, aun cuando sabía cómo funcionaba y que con un beso no iba a contagiar a nadie, pero ella se estaba estigmatizando.

Se estaba castigando.  

—Creo que estamos un poco atrasadas, será mejor que nos vayamos —dijo, tensa y caminó a la puerta para evitar abrazos, roces o cualquier tipo de cercanía.

Valery la miró con congoja y no supo qué decirse a sí misma para entender la actitud de su sobrina.

Suspiró y miró toda la cabina estrecha, verificando que todo estuviera apagado; tras revisar que llevaba todo, se marchó, siguiendo a Camille por el pasillo atestado de otros trabajadores.

Todos subían ya preparados a los pisos superiores. 

Los pasajeros no tardarían en subir y la tripulación debía estar en los lugares de trabajo que se les habían designado, listos para recibirlos y empezar la fiesta de bienvenida.

 

Para ese entonces, Philipe ya estaba borracho. 

Había bebido como un condenado durante todo el camino; aunque Cher le había pedido que se detuviera, porque nos los dejarían subir al crucero en estado de ebriedad, él no podía parar.

Ya faltaba poco para que empezara a llorar. 

Cher podía intuirlo y no sabía qué hacer para calmar a esa bestia que estaba despertando.

Philipe siempre había sido un hombre paciente, respetuoso, educado; se castigada porque, esa actitud de chico bueno lo había llevado a la miseria. Su prometida lo había usado, recién podía verlo; su mejor amigo lo había manipulado y recién podía ver la trampa de sus juegos. 

—Que gran idiota fui —reclamó entre dientes cuando la limosina se detuvo. 

Abrió la puerta y sacó la cabeza para vomitar.

Cher se escandalizó y rápido cerró la puerta para que nadie los viera.

Philipe se recostó sobre el asiento y se desvaneció por unos instantes. Solo regresó cuando su hermana le plantó un par de bofetadas y le disparó un chorro de agua helada en la cara. 

Reaccionó de sorpresa, incorporándose agitado y aun mareado por todo lo que había bebido.

—Llegamos, pero no sé si es seguro que nos subamos así...

—No quiero verla... no puedo... —sollozó Philipe y Cher abrió los ojos grandes al ver que el drama apenas empezaba—. Si me quedo, irá a buscarme y soy tan estúpido que, con un poco de sexo de reconciliación me voy a olvidar de todo.




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