Almas destinadas

4.

Camille se echó a correr y no se detuvo hasta que se vio a salvo en la privacidad de su cabina. 

Su tía aun no regresaba, eso le dio tiempo de esconder los discos de hierro y calmarse. Tenía un par de días antes de que anunciaran alguna inspección de cabina. Solo debía idear un plan para deshacerse de ellos. 

Estaba tan alterada que, las manos se le sacudían por los nervios. Le tomó un largo rato controlarse. Lo hizo bajo el chorro de agua caliente, reflexionando sobre lo que había sucedido.

Se derrumbó en el piso de la ducha cuando entendió que había desperdiciado su única oportunidad. ¿Por qué? Por su cobardía. Su madre tenía razón, siempre había sido una cobarde buena para nada. Ni siquiera para terminar con su vida servía.

Perdió la cabeza cuando escuchó los regaños de su madre, esas maldiciones que la carcomían por dentro y gritó desquiciada. Estuvo a punto de destrozar todo a su paso, pero rápido recordó que no estaba sola y que su tía tendría muchas preguntas.

No quería darle explicaciones a nadie.  

Para enfriarse, se bañó con agua fría y se metió a la cama antes de que fuera demasiado tarde.

No pudo dormir. Se dio vueltas en la cama por horas, hasta que escuchó a su tía llegar casi al amanecer. 

Aunque había cerrado la cortina que envolvía su cama, fingió estar dormida. Se quedó tiesa, con los ojos cerrados, fingiendo que todo estaba bien. 

Su tía cuidó de no hacer mucho ruido para no despertarla y se metió a la cama tras unos minutos encerrada en el cuarto de baño. 

En la oscuridad, Camille lloró sin hacer ni un solo ruido. Estaba acostumbrada. Siempre lloraba así en su casa, en la cama, junto a su esposo abusivo. 

Paciente esperó al amanecer para tener la mente más clara.

Necesitaba pensar. Aún tenía algunas semanas para que ese crucero llegara a su destino. Podía intentarlo otra vez. 

Mientras ella planificaba su fin, Cher buscaba a su hermano. 

Philipe no pudo volver a beber después de lo que ocurrió. Si no hubiera sido por la carta, la que aun escondía en su puño, habría creído que todo era producto de su imaginación.

—¡Ahí estás! —gritó Cher en cuanto lo vio.

Estaba sentado en la reposera. A sus pies, una botella de licor intacta. No había probado ni una sola gota.

Estaba con la mirada perdida. Seguía con los ojos fijos en el barandal, reviviendo una y otra vez la escena.

Cher marchó furiosa hacia él y se plantó esperando a que dijera algo. Unas disculpas le venían bien, pero Philippe estaba abstraído en su propia mente.

—¿Philipe? —Cher se preocupó y le sacudió la mano sobre la cara. Cuando él apenas reaccionó, la muchacha se sentó a su lado y lo abrazó—. Lo lamento, hermanito, yo sé que la amas, pero... —No supo qué decirle.

No quería que la recordaran. Estaban allí para olvidarla.

Guardó silencio cuando entendió que estaba echando a perder las cosas.

—Estoy bien —musitó Philipe y sonrió cuando le correspondió el abrazo a su hermanita—. ¿Quieres comer algo? —le preguntó para disimular.

Necesitaba probar algo caliente, algo que lo llevara de regreso a la realidad.

Cher estuvo de acuerdo y visitaron uno de los restaurantes del crucero. Philipe estuvo pendiente de todos los tripulantes del crucero, algo que llamó la atención de su hermana.

La buscaba a ella. Por supuesto. 

Apenas se cruzaba una muchacha de cabellos dorados, él la seguía con la mirada. Pronto se recordaba que su cabello era particular. Hebras cobrizas y doradas se mezclaban de manera armoniosa. 

No le tomó mucho tiempo darse cuenta de que ella no estaba allí. 

La sensación dolorosa que tenía en el pecho se ensanchó al imaginar que había encontrado otro lugar del que lanzarse al mar, para terminar lo que había comenzado. 

—¿Estás buscando a alguien? —le preguntó Cher, curiosa por el insólito actuar de su hermano. 

Philipe negó, metiéndose una alita de pollo completa a la boca.

No quería hablar. Tenía un extraño nudo en la garganta. La jovencita le había dejado esa sensación metida dentro del cuerpo. Sentía culpa, tristeza, angustia. 

¿Por qué se sentía así? Se preguntó mientras abrió un refresco. 

Cher suspiró cansada.

—Deja de pensar en esa maldita —le dijo, refiriéndose a Julia.

Eso creía ella. No era normal el actuar de Philipe. Siempre era fresco, divertido, ligero. Estaba apagado y, por supuesto, la menor de los Martin culpaba directamente a Julia. 

—No... yo...

—No merece tantos lamentos. Te engañó, quién sabe por cuánto tiempo y quién sabe con cuántos hombres... —Cher fue determinante. Odiaba la culpa que su hermano sentía—. No es tu culpa, ¿sí? Eres el hombre perfecto. Cualquier mujer querría estar contigo. Ella no supo valorarte. 

Philipe sonrió y estiró su mano sobre la mesa para agradecerle.




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