Almas destinadas

6.

Camille pensaba que le gustaba la discreción, pero la verdad era que la habían sometido tanto que, tenía miedo de revelarse.

Tenía miedo de alzar la voz y recibir una bofetada. Incluso tenía miedo de pensar y recibir un castigo por pensar en pensar. 

Era ilógico, pero su mente estaba aún enjaulada, creyendo que su vida no valía mucho. Así la habían hecho sentir en los últimos años y, claro, se había acostumbrado.

El miedo había ganado.

—Es guapísimo y tan elegante...

—Tía... —Camille le reclamó para que se callara. 

Pero a su tía no la iba a callar con nada; le había fascinado el aire emocionante que Philipe transmitía. Una chispa que revivía a cualquiera. Un hombre con ganas de vivir, de besar, de hacer el amor. Ella lo había visto en su mirada. 

Era justo lo que Camille necesitaba. Le venía como anillo al dedo. 

—No me habías dicho que habías conocido a un hombre tan atractivo...

—Tía, por favor —suplicó ella y esperó a que los demás tripulantes que estaban cerca se alejaran—. No pienso salir con él.

Su negativa fue inmediata. 

Valery se hizo la ofendida.

—¿Puedo saber por qué no? ¿Y por qué tomaste la decisión de forma tan drástica? —le preguntó de golpe. Camille quiso responder, pero su tía estaba muy entusiasmada y continuó—:  ¿No es tu tipo? Puedo investigarlo si quieres... conozco a los de registro y...

—Tía, no —refutó Camille con los ojos entristecidos—. Estoy casada, ¿o ya lo olvidaste? 

Su tía bufó de mala gana y la ayudó a descargar la ropa sucia en la sala de lavandería.

—Ay, el maridito santo que tienes no se me ha olvidado —le dijo con fastidio. 

Camille le miró con enojo. 

—No, las dos sabemos que no es ningún santo, pero... —Camille no tenía pretextos con los que pudiera defender a su esposo, lo que tenía era miedo. 

Su tía lanzó todos los manteles sucios y malolientes a comida y rodeó el canasto para hablarle con más intimidad. 

—Hija, tu marido no está aquí, no se va a enterar de nada de lo que hagas en altamar —le dijo dulce, calmosa, pero Camille no reaccionó—. Estamos a doce mil malditas millas de la costa. De seguro cuando se entere que tendrás una cita con otro hombre, cruzará el mediterráneo nadando para... —Valery se contuvo y escondió la mirada, avergonzada—... ya sabes, hacer lo que él hace.

Camille le miró con los ojos oscurecidos. 

Rápido se atiborró de emociones y explotó:

—¿Lo que él hace? —le preguntó furiosa, conteniéndose las lágrimas de rabia que siempre le venían en los peores momentos—. ¿Golpearme? —insistió enojada—. ¿Humillarme? ¿Castigarme como si fuera una estúpida niña de cinco años? 

Valery frunció los labios y acomplejada por la discusión, solo pudo abrazar a Camille para consolarla. Camille ni siquiera luchó. Simplemente lloró y se desahogó entre los brazos de su tía. 

—No quería decirlo de esa forma, yo... discúlpame, por favor. —Valery trató de ser razonable.

Camille asintió y cuando notó que el reloj sobre el muro ya casi marcaba las cuatro de la tarde, tomó una decisión.

El pecho le dolió por lo mucho que su corazón se agitó. Se asustó, porque su corazón solo se agitaba así cuando su marido llegaba borracho cada noche a casa. 

Allí supo que podía latir con la misma fuerza por otros motivos. 

Iba a salir con Philipe, pero no porque quisiera aventurarse a la vida, sino, para aclararle que lo que sucedía con su vida no era de su incumbencia; pensaba pedirle que se alejara todo lo que pudiera de alguien como ella.  

Valery no pudo ahogar la emoción que le causó la decisión de su sobrina y se escapó unos minutos de sus labores para darle una mano. 

Juntas escogieron un vestido para la tarde. Eran terriblemente calurosas, así que Camille escogió llevar una gorra que escondiera su rostro del resto del mundo con la excusa de que quería protegerse del sol. 

No quería que la vieran con un pasajero. Le preocupaban los rumores, porque, por alguna tonta razón, temía que su esposo se enterara.

Se quedó atrapada entre la sección de tripulantes y el mundo real durante largo rato. Se debatió si era correcto lo que estaba haciendo. Cuando se percató de que el crucero se había detenido, se armó de valor y decidió que ya era hora de dar la cara. 

Mientras caminó por la cubierta, buscando a Philipe, se recordó que no pensaba regresar y que terminaría con su vida para acabar de una buena vez con ese maldito infierno al que había sido condenada.

No le iba a dar a su hijo una vida miserable.

Como se había retrasado por su inseguridad, lo encontró acompañado. Dos chicas guapísimas bebían sentadas a su lado en la piscina. Por supuesto que sintió que no encajaba y se retractó de tan absurda idea. 

Sus miradas se encontraron entre todo ese caos de fiesta que se vivía las veinticuatro horas sobre el crucero y, aunque sus inseguridades se hicieron presentes y se dio la media vuelta para partir por el mismo camino que había venido, Philipe se levantó para perseguirla.




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