Almas destinadas

7.

Regresaron al crucero al anochecer. Aun tenían algunas horas a su favor para disfrutar de las bellísimas tierras de Barcelona, antes de que el Oceanía volviera a zarpar, pero Camille tenía que descansar.

Su jornada comenzaba al amanecer y quería dormir unas cuantas horas para poder rendir el día completo. 

Su tía estaba esperándola.

No había dejado la cabina de tripulación durante ni un solo segundo. Creía que, si subía a comer o a despejarse, Camille llegaría y se acostaría a dormir, dejándola con las ganas de conocer todos los detalles picosos de esa cita romántica en el atardecer en Barcelona.

Philipe había puesto su chaleco de cachemir sobre sus hombros, para mantenerla cálida después del chapuzón que se había dado en la piscina del parque. 

—¡Oh, por Dios! —gritó en cuanto Camille entró por la puerta—. ¡Estás empapada! —chilló horrorizada y corrió a recibirla con un batín de algodón—, pero ¿qué fue lo que pasó? —le preguntó conforme Camille se deshizo del chaleco de Philipe y del vestido mojado. 

Se desnudó cuidadosa y mantuvo la mirada escondida cuando sus cicatrices quedaron al descubierto.

Valery tuvo un nudo en la garganta conforme su sobrina se cambió de ropa y no tuvo el valor de referirse a ni una sola de sus marcas. 

¿Con qué cara? Si nunca había hecho nada para ayudarla. No podía criticarla si nunca le había dado una mano para sostenerla. Y se sentía terrible al entrever que podría haber hecho algunas cosas. Tal vez podría haber organizado mejor sus deudas para alquilar un departamento. Podrían haber vivido las dos y sustentarse de alguna forma.

Había sido egoísta. Había sido tan egoísta como su hermana, la madre de Camille.

—¿Fue romántico? —preguntó Valery cuando Camille se envolvió el cabello en una toalla.

La muchacha de veinticinco años se rio.

—Define romántico —le pidió.

Desconocía lo que era el romanticismo. Se había enamorado de un vividor a los dieciséis, se había embarazado a los diecisiete y aunque no se sentía segura ni tampoco una mujer, sus padres la habían obligado a casarse para que aprendiera a hacerse cargo de sus “irresponsabilidades”.

Valery suspiró cuando vio a una niña a la que sus padres habían abandonado a la deriva. 

—Me refiero... —Valery se rio infantil—. Te cogió la mano mientras caminabas, te invitó a comer, encontró formas de acariciarte... —Una sonrisa asomó entre sus labios cuando vio los ojos de su sobrina iluminarse.

Podía apostar que esa era la primera vez que la veía dar señales de vida.

Camille se rio nerviosa y con un hilo de voz tiritón le dijo:

—Sí fue romántico.

Su cuerpo lo manifestó también cuando recordó todos esos gestos dulces que había tenido para con ella; se manifestó de formas que nunca creyó sentir. Lo sintió dentro de su estómago, en su espalda y en sus piernas temblorosas.

Rápido aplastó todas esas sensaciones nuevas cuando se recordó que, una mujer como ella, jamás tendría oportunidades con un hombre como Philipe.

Lo que él sentía era lástima y ahí debía quedarse. 

Fin.

—Me voy a dormir —le dijo a su tía, con un cambio de humor que preocupó a Valery.

 

Camille se despertó antes al escuchar la cadena del ancla. Era molesta. 

Le dolía la cabeza y tenía el cuello dolorido. Cuando quiso masajeárselo, notó que le habían inflamado los ganglios y se levantó alterada para mirarse en el espejo.

Eran notorios.  

Aseguró la puerta del cuarto de baño antes de que su tía se levantara y la viera así.

No podía dejar que la vieran así. Había falsificado sus exámenes médicos. Si descubrían que estaba enferma la enviarían de inmediato al centro médico y eso traería muchos problemas.

Ella lo sabía.

Cuando se desnudó para vestirse, se vio unas erupciones extrañas en los brazos. 

Se echó a llorar cuando supo que los síntomas se estaban visibilizando y rápido escogió una sudadera de manga larga y cuello alto. La usaría debajo del uniforme. Si le preguntaban por qué, se limitaría a decir que tenía frío.

—Con treinta grados —se burló de sí misma, mirándose con desconsuelo al espejo.

Con el mentón tembloroso, se miró con aborrecimiento a través del relejo del espejo y con un nudo en la garganta se dijo:

—Esta noche, Camille. —Sintió que se destrozaba mientras aceptaba que se tenía que morir.

No quería sufrir. No quería eso. No quería preguntas, falsa lástima. 

No quería más nada. Estaba cansada. 

Se maquilló para disimular los ojos hinchados por todo lo que había llorado y dejó la cabina con paso firme.

Su tía la escuchó partir, pero también la escuchó llorar. 

 

Cuando llegó al restaurante a preparar el lugar para el desayuno, sus compañeros apenas estaban llegando.




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