La memoria indeleble

Capítulo 13. Un secreto revelado

Fue Beatriz la que me sujeto con fuerza, pues de no ser así, hubiera caído al suelo. La cabeza me seguía dando vueltas, pero la angustia inicial ya había pasado.
—Estoy bien —dije —, solo ha sido un mareo.
—Lo siento, Diego —se disculpó doña Estrella —, no debí de habértelo dicho tan de sopetón.
—Pero, ¿cómo es posible? Todo el mundo me ha dado a entender que mi padre murió.
La mujer hurgó en su carpeta de piel y sacó una hoja de papel.
—Está carta la recibí dos meses después de que tu padre desapareciese, no llevaba remite y como puedes ver solo hay escrito un párrafo. Pero, supe en el acto que la escribió Rodrigo.
Tomé la carta y la leí. Decía así:
«El final del laberinto no es, a veces, lo que aparenta, si no el principio de otro laberinto mucho más oscuro ».
Era, deduje, el estilo de mi padre y también hacía referencia al laberinto, como al inicio de su obra la memoria indeleble. Pero no supe con claridad quien podía haberlo escrito.
—No es una pista concluyente —dijo don Anibal, expresando en voz alta mis propios pensamientos.
—La escribió él —afirmó la mujer —, consulté con un grafólogo y dijo que había más de un noventa por ciento de posibilidades de que fuera de Rodrigo. Yo no necesito ninguna prueba más.
—Si mi padre sigue vivo, entonces, ¿dónde ha estado todo este tiempo? ¿Por qué nos abandonó?
—Para eso no tengo una contestación, Diego. Eso es algo que no alcanzo a comprender.
Me levanté de la silla y me alejé de la mesa donde nos habíamos reunido. Beatriz hizo intención de seguirme, pero su padre la retuvo del brazo.
—Puedo ayudarlo —dijo la jovencita.
Don Anibal asintió y la dejo ir, luego sentí que Beatriz me cogía de la mano y me llevaba a una zona solitaria del jardín.
—Lo siento, Diego —me dijo.
Me volví a mirarla y entonces no pude evitar que mis ojos se llenasen de lágrimas.
—Comprendo lo duro que debe de ser esto para ti, todo este tiempo pensando que había muerto...
—Mi padre nos abandonó a mi madre y a mí—dije, ofuscado.
—Tampoco conoces los motivos de su decisión —apuntó, Beatriz —. Quizás se encontrase en peligro y no pudo acercarse a vosotros... A lo mejor trató de no poneros en peligro...
—O tal vez ni siquiera lo intentó y comenzó una nueva vida lejos de nosotros.
—¿Vas a tratar de encontrarle? —Me preguntó la jovencita.
—No sabría por dónde empezar —contesté; aunque ahora que conocía la verdad, más o menos, había empezado a atar cabos. El desconocido que encontré en la calle, observándome, el intruso que entró en mi habitación poniéndola patas arriba y buscando algo. A lo mejor no eran otra persona más que él, mi padre...
—Yo podría ayudarte a encontrarlo —se ofreció —, si es lo que quieres.
—¿Cuéntame qué ha sucedido en tu colegio? —Pregunté y ella trató de esquivar la pregunta.
—Nada. ¿Por qué tenía que haber pasado algo?
—Dime la verdad. A tu padre puedes haberle engañado, pero a mí no.
Ella bajó la cabeza dándose por vencida y asintió.
—Te lo diré, pero con la condición de que no le digas nada a mi padre. Se lo tomaría muy mal.
—Te lo prometo —dije.
—Me han expulsado —dijo, Beatriz.
—¿Expulsada? ¿Y por qué motivo?
—Eso no te lo pienso decir. Tienes que ayudarme a buscar una escusa para mi padre, Diego.
—Querrás decir que te ayude a mentir ¿no?
—De esa forma suena horrible, pero sí, es eso mismo. Necesito tu ayuda para contarle una mentirijilla. Quedan tan solo tres semanas para las vacaciones de verano. En septiembre se lo contaré todo a mi padre. Lo prometo.
—Te ayudaré —le dije.
Ella me abrazó emocionada y yo, que no me lo esperaba, casi me caigo de culo. Cosas del equilibrio.
—Eres un buen amigo, Diego —dijo.
¿Amigo? Pensé. Sí, un buen amigo; aunque mi intención era llegar a ser algo más.
—Los amigos están para eso, ¿no?
Me miró sorprendida al escuchar el tono que utilicé al decir, amigos, pero no dijo nada, tan solo desvió la vista y volvió junto a doña Estrella y su padre.
Me quedé un momento más en soledad, tratando de organizar mis ideas y después volví junto a ellos, mucho más tranquilo.
—¿Te encuentras bien, Diego? —Me preguntó doña Estrella.
—Sí. Estoy bien. Quisiera saber un par de cosas más de mi padre —dije.
—Sabes que en todo lo que pueda, te ayudaré.
—Quiero saber como era en realidad. Mi madre apenas me contó nada de él. ¿Quién era como persona? Y sobre todo si era capaz de hacer lo que hizo. Desaparecer.
—No debes culparle, Diego. Yo sé que tendría muy buenas razones para hacer lo que para él fue, sin duda, lo más difícil del mundo, abandonaros... Tu padre era una buena persona. Siempre pendiente de lo que les sucedía a los demás, muy atento y... ¿Qué es lo que te sucede?
Me preguntó esto al ver la cara que puse.
—Creo que hay algo que se me escapa. Algo de lo que hasta ahora nadie ha hablado y la verdad, no sé por qué.
—¿No sé a qué te refieres? —Dijo doña Estrella.
—Creo que sabe usted perfectamente a que me refiero.
Doña Estrella cruzó un mirada de complicidad con mi patrón y este asintió.
—Creo que deberíamos contárselo —dijo don Anibal.
Me pregunté a qué podían referirse y cuándo dejarían de esconderme cosas. Se me había quedado la misma cara que pone un niño pequeño cuando le explican que los Reyes Magos son en realidad los padres.
—Llevas razón, Diego —reconoció, doña Estrella —. Hay mucho más en este asunto de lo que parece a simple vista. Hay odios, envidias y personas peligrosas que harían cualquier cosa con tal de obtener lo que tanto tiempo llevan buscando. Es por eso que decidimos no contártelo todo, por precaución. Debes perdonarnos, pero lo hacemos por tu bien.
—Todo eso está muy bien —dije —, pero me gustaría conocer la verdad y a ser posible sin que me omitan nada.
—Estás en tu derecho, de todas formas ya no eres un niño y creo que debes saberlo —dijo don Anibal.
Fue Estrella Durán la que empezó a relatarme lo que, ahora sí, pensé era toda la verdad:
—Cuando tu padre acudió a nosotros, Diego, no era nadie. Trabajaba para una pequeña revista de escasa tirada y escribía relatos por encargo. Sus historias habían atraído la atención del público y de algunas editoriales que, como la mía, andábamos algo escasas de buenas plumas.

»Mis socios y yo misma decidimos atraer a Rodrigo, tentándolo con toda clase de halagos y ofertas. Él, después de un tiempo en el que maduró su decisión, acabó por aceptar trabajar para nosotros. Así fue como publicó su primera novela que tuvo una buena acogida por parte del público y unas muy buenas críticas de varios periódicos nacionales. Eso le catapultó a esa fama que buscaba con tanto anhelo y también, aparte de los éxitos, cosechó sus primeros enemigos.

»En realidad una cosa viene de la mano de la otra, sobre todo en esta sociedad civilizada en la que vivimos donde la envidia es el auténtico cáncer. La envidia y también la mala leche y en eso somos verdaderos expertos aquí, en España.

»Ricardo Chamorro. Un periodista que trabajaba por aquel entonces en ABC, uno de los mejores periódicos nacionales, se convirtió en acérrimo enemigo de tu padre. Sus críticas eran demoledoras y su pluma envenenada tan solo ansiaba herirlo. Tu padre no se lo tomó muy bien. En realidad fue todo lo contrario.

»Una noche en la que tu padre había bebido mucho, se presentó en el hotel Ritz donde Chamorro tenía alquiladas sus habitaciones. Le encontró en la cafetería de hotel y le preguntó el por qué de ese odio hacia él. Chamorro se rió en sus narices alegando que no sabía aceptar una crítica constructiva y que no era más que un fantoche, un escritorzuelo que se creía alguien, pero que apestaba a campesino recién llegado del pueblo. Sin mediar palabra, Rodrigo le aplastó la nariz de un fortísimo puñetazo y una vez en el suelo se abalanzó sobre él con intenciones asesinas. Les separaron los camareros del local, pero no lograron evitar que Chamorro saliera malherido.
»Tu padre durmió aquella noche en el calabozo de la comisaría de la Puerta del Sol y allí se reencontró con un antiguo amigo suyo: Braulio Gallardo.
»Hacía más de quince años que ambos no se veían, pero el rencor por lo sucedido en su juventud, aún anidaba en el alma del policía.
»De madrugada Gallardo se personó en la celda de Rodrigo acompañado por dos policías jóvenes que nunca se apartaban de su lado. Sus secuaces, como todo el mundo los llamaba eran dos bestias sin cerebro que acataban las órdenes de su jefe sin discutir. Estos, tras abrir la celda de Rodrigo, le sujetaron con fuerza mientras Braulio, se acercaba hasta él con no muy buenas intenciones.
»—¿Crees que puedes ir por ahí agrediendo a quien quieras? —Le preguntó al tiempo que se quitaba la chaquetilla del uniforme y la doblaba meticulosamente, dejándola sobre el catre de la celda —. ¿Crees que estás por encima de la ley? Yo te enseñaré lo equivocado que estás.
»La paliza que le propinó fue tan brutal, que al terminar, el cuerpo de Rodrigo yacía en el suelo sobre un gran charco de sangre. Tuvo que pasar una semana en el hospital, entre la vida y la muerte y al final, cuando se recuperó de sus heridas, quedó puesto en libertad. Ricardo Chamorro había retirado los cargos por agresión y nadie supo nunca el motivo que le indujo a ello.
»Rodrigo regresó a su casa cojeando y apoyándose en un bastón, una cojera que arrastraría el resto de su vida y que fue debida a los golpes recibidos en comisaría y allí Clara le encontró, estaba muy preocupada por él tras una semana sin noticias suyas y sin que nadie le hubiera avisado de lo ocurrido.
»—¿Quién te ha hecho esto, Rodrigo? —Le preguntó con el miedo aún reflejado en su rostro.
»Tu padre no contestó. Creo que nunca le explicó a tu madre lo sucedido en aquel calabozo de la comisaría y que, aparte de las secuelas físicas, también le había dejado otras peores en su espíritu.
»Fue entonces cuando Rodrigo comenzó a urdir la trama de un nuevo libro que más adelante se convertiría en La memoria indeleble. Un libro concebido para declamar ante el mundo todas aquellas injusticias que nadie era capaz de evitar, pero escrito de una forma muy sutil.
Permanecí atento a la exposición que doña Estrella hacía, pero todavía era incapaz de intuir qué tenía que ver todo aquello con lo que yo había preguntado.
—Ten paciencia, Diego —dijo, don Anibal mientras me observaba—. Aún queda mucho por explicar.
Doña Estrella continuó su relato:
—A partir de aquella noche en la comisaría, algo cambió en Rodrigo. Dejó de relacionarse con sus amistades, yo incluida y se dedicó en cuerpo y alma a la creación de ese libro que según él, abriría los ojos de la gente y les haría ver la realidad tal y como era. Poco después me explicó su intención de prescindir de nosotros para la edición y comercialización de su obra. Fue entonces cuando me distancié de él, pero eso no me impidió averiguar que Rodrigo trabajaba ahora para otra editorial y que había recibido un pago de un millón de pesetas por los derechos de autor de su libro.
—¡Así que era eso, todo se reduce a lo mismo, al maldito dinero! —Exclamé.
—En la vida, Diego, observarás que los peores males siempre se reducen a dos o tres a lo sumo: sexo, dinero y poder y todos están intrínsecamente relacionados entre ellos —dijo el librero.
—¿Qué sucedió con ese dinero?
—Desapareció con tu padre, nunca volvió a verse a ninguno de los dos.




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