Lágrimas de cristal

I

07 de Abril del 2022, 2:15 pm

El sitio en el que se encuentra no es grande, tampoco pequeño, pero eso es tan irrelevante como las personas que están congregadas en el salón. En medio del dolor, un montón de gente no sirve para nada; pasan a ser inexistentes, no son más que otro adorno frío en el lugar.

 De modo que, lo único en que unos ojos castaños reparan, es en lo que proporciona un poco de sosiego a aquella marea agitada que se encuentra en su interior: El pequeño halo de luz que se filtra por la ventana izquierda, esa que puede interpretarse como una pequeña caricia del astro mayor a modo de despedida.

¿Será posible que, después de que una persona brinda su última exhalación y su espíritu abandona su cuerpo para siempre, pueda observar lo sucedido tras su pérdida? ¿Acaso resultarán probables los cuentos que afirman que las almas de los difuntos vuelan de un lado a otro mientras observan el momento de la despedida final de sus familiares y seres queridos? Pruebas científicas de esto no existen. La vida después de la muerte no está comprobada. La presencia de entes fantasmales, menos. Con todo, cualquiera que haya perdido a alguien amado, de una u otra manera, guarda esta esperanza.

En medio de aquellas personas sentadas, de todas las mujeres que se han dejado llevar por el sentimentalismo y han roto en llanto, ella se limita a pensar que, de ser cierto que su querida hermana está deambulando por ahí, aquel baño de luz que toca el féretro y parte del espacio en que descansa su cuerpo, la haría esbozar la mejor de sus sonrisas.

Sí, en definitiva, a su hermana le encantaría ese despliegue de belleza que solo la naturaleza puede dar y que es para ella y para nadie más.

De repente, todo se detiene. Los sentimientos, emociones y pensamientos son cortados de tajo ante un recuerdo que llega a embestirla. La luz cálida y el cuerpo inmóvil de su hermana ya no tienen su atención, sino aquello que la hace temblar.

—Odette, querida —murmura con pesadumbre una mujer regordeta que sin previo aviso se ha acercado para estrecharla entre sus brazos. Y que también, tras un par de segundos de contacto, la aleja y lleva sus manos hacia los hombros de ella—. Yo… Lo siento mucho. No tienes idea de cuánto lo lamento. Aún no puedo creer que Brigitte ya no esté con nosotras.

La mujer la mira con lágrimas en los ojos. Mas doliente no hace nada, no responde, sus labios se cierran y su cabeza solo da un pequeño asentimiento. Así, continúa con lo que ha hecho durante horas; quedarse parada, clavada en la entrada del salón, en completo silencio, con la mirada fija en el ataúd que se halla en la lejanía.

Entendiendo, entonces, que eso no es parte de su ser, que Odette Blanchard, la sensible, equilibrada y familiar mujer no puede apagarse aún en medio de la pérdida, hace acopio de sus últimas fuerzas para tomar las manos de la conocida señora Moulin y agradecerle por unas palabras que, aunque ha escuchado repetirse más de cien veces en las últimas horas, no son del todo ciertas. No porque quienes estén alrededor sean todos hipócritas, sino porque no importa cuánto alguien diga que siente la muerte de una persona, si no es un familiar cercano, alguien que compartió tiempos y recuerdos invaluables, esas palabras son vacías.

—Gracias —musita Odette con una leve voz—. Tampoco logro creer que…

El tono le falla. Su ser flaquea. Actuar fuerte es difícil. Baja un poco el rostro mientras su cuerpo demuestra su dolor a través de un pequeño temblor en sus manos.

—Querida, ven, siéntate. Toma esto, por favor.

La señora Moulin lleva una de sus manos a la espalda de Odette al tiempo que, con la otra, la guía hacia un sitio donde se encuentran algunas viejas conocidas suyas. Sin poder hacer otra cosa, la joven sujeta el pañuelo que la mujer le ha tendido y levanta un poco sus enormes gafas oscuras para limpiarse las lágrimas. Cuando lo hace, escucha un par de gemidos y de inmediato comprende por qué. Todos lo han visto; sus grandes y hermosos ojos lucen rojos, inflamados de tanto llorar.

Tras este pequeño cuadro de sufrimiento, los asistentes deben presentar otra nueva ronda de «lo lamentamos», «es difícil, lo sabemos», «estarás bien, es cuestión de tiempo». Sin embargo, estas frases vacías y muchas otras que podrían brindarse para salir del incómodo momento y no quedar como seres sin corazón, no llegan. Contrario a lo que cualquiera podría esperar, reina un terrible mutismo, una incomodidad espantosa en el rostro de todos. Odette no puede culparlos.

¿Cómo lo haría? Parte de ella los entiende.

Es sencillo brindar consuelo a un individuo que está afligido por la partida de alguien por algún desafortunado accidente, ya sea de tráfico o de cualquier otra índole. Incluso es fácil cuando se trata de una defunción por enfermedad, sea cual fuera esta. Y quizá suene extraño, pero también es medianamente manejable tratar de dar alivio a los dolientes cuando existe de por medio un occiso que fue llevado por un inesperado homicidio. Y es así porque, detrás de estas situaciones fatídicas, hay un juego de asuntos que puede decirse estaban fuera de las manos de las víctimas. Porque, claro, nadie pide que un conductor borracho lo atropelle, ni busca de forma consciente alguna afección médica terminal o ruega a un psicópata que lo acuchille. Son víctimas. No obstante, la situación que se trata aquí es la de un suicidio y, para esto, encontrar frases que suenen gratas es casi imposible.




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