Una Oportunidad Para Amar (lady Esperpento) Ar1

XLII

Ángeles

(Paris- Francia)

Beaumont-Louestault.

Castillo de Beaumont.

Enero 1802...

«Tu padre provocó la muerte de tu madre.

Les debía dinero a unos maleantes.

Fue rápido.

No sufrió, pese a lo que puedan revelarte tus pesadillas.

No son al completo erradas, pero tampoco acertadas.

Lo presenciaste, pero estabas muy chica para recordarlo.

Fue un canalla que no pensó en su familia, preocupado solo en su supuesto bienestar que aligeraba sus arcas»

—Lamento ser el portador de la revelación sobre un suceso tan desgarrador— exclamó en tono apesadumbrado, mientras visualizaba a la dama que tenía frente a sí negar con la mirada perdida, sin aceptar que lo que decía era verdad.

La más desgarradora de todas, y no la culpaba pues en su momento también había sido un ciego.

No queriendo indagar en sus propias penas, por miedo a que lo que encontraría fuese más doloroso, que lo que estaba viviendo.

Comprendiendo al final que nada se comparaba con aquel sentir de perdida, que albergaba en su pecho en esos momentos.

Por su parte Ángeles no daba crédito a lo que Alexandre Allard le contaba, no solo siendo eso. Pues mientras le relataba los supuestos hechos con pelos y señales sobre lo que sabía de su padre, imágenes de sus sueños salían a relucir revelándole las caras de las personas conocidas, pero que hasta ese momento solo eran manchas de sus pesadillas.

Unas que al parecer resultaban ser esa desastrosa realidad que la cobijaba, teniéndola al borde de colapsar.

—Mi... mi madre murió en el momento en que me trajo al mundo— soltó casi al borde de la locura entre balbuceos audibles, con la boca reseca, la garganta cerrada y apreciando el estómago con un vacío insoportable—. Yo fui la causante de su muerte— necesitaba que fuera verdad.

Era más soportable que esa desastrosa realidad.

» No mi padre— la mentira le sabia a miel comparación de la hiel amarga que le suponía el entender el engaño, que le fue inculcado como la base de su existencia.

—Por eso dilate el momento, para que no te apreciaras de esta manera y mucho menos en tu situación— Beaumont se percibía como la peor porquería al revelarle el oscuro pasado que rodeaba a su familia, pero no le había dejado opción.

No tenía con que rebatir lo que tanto dilató, pues al dejarse absorber con su luz, no la pudo dañar, aunque él se apreciaba visiblemente destrozado por priorizarla de alguna manera cuando perdía sin verlo lo más importante de su existencia.

Era demasiado buena para hacerle daño.

Un ángel hecha mujer, y lo que menos quería era robarle esa luminiscencia que regalaba por montones a las personas que tenía a su lado.

Decírselo acabaría como todo lo bueno que existía en su corazón, y era lo que menos deseaba después de sentirle como parte de su familia.

Una pequeña hermana.

—Eso es mentira— expresó mirándolo sin rastro de sentimiento en sus ojos, sin derramar lágrimas.

Preocupándolo al mostrarse tan deshumanizada.

» Tu odio hacia mi padre te enceguece hasta el punto de hacerte recitar esa sarta de mentiras— se enderezó de golpe, consiguiendo que hiciese lo propio para que no hullera, y en el proceso se hiciese daño.

Logrando alcanzarla antes que ella la manija de la puerta, posándose frente a esta.

—Cálmate pequeña— trató de acercase, haciéndola retroceder huyendo de él—. No pretendo hacerte daño, esa nunca ha sido mi intención— su enfoque nunca había sido ella, aunque pareciese— se percibía reticente a escucharle, meneando la cabeza mientras movía la boca como si estuviese tenido una charla interna, sin embargo, no retrocedió.

Como si fuese consciente, que, si llevase razón, no tenía como luchar contra él, o solo... comprendiera, que pese a lo que pasaba entre su padre y el, jamás haría nada para dañarle.

El caso fue que cuando observó que sus hombros caídos se movían al compas de su pecho un tanto agitado, decidió contra su voluntad acunarla entre sus brazos.

Pese al forcejeo, y el tiento de librarse de su contacto hasta que cedió.

Dejándose arrastrar por la desolación, Ángeles lloró.

Lloró como nunca, rememorando lo que su mente recordaba después de todo lo dicho por Alexandre.

Se negaba a aceptarlo, pero algo dentro de ella le decía que no era más que la verdad.

Que, pese al odio desmedido por su padre, no sería capaz de inventar tal cosa para destruirle.

El la apreciaba.

Se había desvivido por ella al enterarse de su condición.

Procuraba ante todo su comodidad.

No la dejaba sola ni un segundo cuando habitaba las tierras.

Compartía tiempo con ella.

Era como el hermano mayor que nunca tuvo.

No podía inventarse todo aquello para hacerle tanto daño ¿O sí?

—Si dices todo esto con tanta seguridad, debes de tener pruebas— declaró posterior a un rato separándose de sus brazos para enfrentarle.

Necesitaba pegarse a cualquier esperanza por ilusa que pareciese.

Se alejó de ella, y con una llave que cargaba para todos lados abrió un cajón de su escritorio, sacó un sobre el cual le extendió tras posicionarse en una de las sillas de la estancia que quedaba frente al gran escritorio limpiándose la nariz con el pañuelo ofrecido antes de que fuese al mueble, mientras él se sentaba en el filo de este con la mirada atenta en sus movimientos.

—Esto te confirmara, que todo lo que te digo es cierto— con manos temblorosas lo agarró augurando lo peor—. Nunca doy una información sin estar seguro de tener las pruebas necesarias para contrarrestar lo que digo.




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