ESPOSA DEL PRESIDENTE EN ALQUILER
Dicen que antes de morir, tu cerebro envía señales a todo tu organismo para alertarte e intentar hacerte reaccionar.
Es lo que siento en el momento que mis dientes comienzan a casteañear perpetrados por el fío que siento en cada fibra sensible. Mis uñas intentan rasguñar la arena que se escurre entre mis dedos y salgo del profundo sueño que me tiene atrapado. Un sueño oscuro, negro, profundo donde no se ve abslutamente nada, la oscuridad más espesa y temeraria.
Intento respirar con enorme dificultad hasta que finalmente una enorme bocanada de agua sale de mi nariz y mi boca, mientras permanezco de costado.
Toso con desesperación en busca de algo de oxígeno. Con un enorme esfuerzo afirmo las manos en la arena e intento arrastrarme con la vista nublada mientras el agua sigue cayendo desde mis fosas nasales y mi boca. Intento pensar en algo coherente, pero no llega a mi cabeza más que el enloquecido deseo de encontrar calor, un abrigo.
Todo mi cuerpo comienza a casteañear y pienso en que es un acto reflejo del sistema nervioso autónomo para encontrar un mínimo recurso que le dé calor al cuerpo.
"Supervivencia".
Nada más. No puedo pensar en otra cosa más que sobrevivir.
Pero, ¿cómo es posible que sepa sobre estrategias de urgencia ante necesarias estrategias que permitan mi supervivencia?
Afirmo mis rodillas en la arena, ya pudiendo recobrar el oxígeno. Levanto la vista. Un largo territorio de arena se extiende delante de mí en un frío día.
Algo me hace pensar que este sector en verano debe ser bastante poblado, pero evidentmente no he llegado en el momento del año adecuado y no es que ande haciedo turismo precisamente.
Miro hacia atrás.
Miro las olas batiéndose y pienso en que el agua me trajo a la orilla.
Pero, ¿cómo? ¿Qué ha sucedido?
Mi respiración comienza a agitarse con violencia mientras busco levantarme torpemente y alejarme del agua que amenaza con devolverme y, esta vez, enterrarme en su profundidad.
Torpemente me pongo de pie y capto que estoy desnudo. Completamente desnudo y un ardor tajante en mi espalda. Una de mis piernas tiene sangre y agua como si me hubiese herido, pero no de manera reciente, aunque la humedad hace que gotee en la arena.
Sigo con dificultad observando la calle que linda con la costa playera a unos cuantos metros. Los autos van y vienen a plena luz del día, los edificios se ven activos, pero no es mucha la gente que pasa de un lugar a otro, todos con abrigos y tapabocas como si fuese una ciudad contaminada.
Hasta que entorno los ojos y grito con la poca energía que queda de mí un desesperado pedido de auxilio:
—¡A... Ayuda!—pido desesperadamente. Seguro de que mi voz ha de estar sonando con menos fuerza de la que intento—. ¡Por...favor! ¡Que alguien...me...ayude!
Ya cerca, pero no lo suficiente, un oficial de policía parece distinguirme a lo lejos y corre en mi dirección, sacando su handy para llegar hasta mí y decir unas palabras. Corre en mi dirección, pero mis piernas fallan, haciéndome caer nuevamente a la arena y encogerme en posición fetal presa del frío.
—¡Señor!—grita como si me reconociera—. ¡Señor, quédese donde está!
Sigue en mi dirección y se saca la chaqueta de policía con la que me envuelve mientras le escucho dar unas coordenadas por el handy.
—Señor, míreme.
Toma mis rostro, mide mi pulso cardíaco y le escucho dar una maldición.
—¡DE INMEDIATO!—vuelve a decir por su telecomunicador.
Pero las fuerzas se me están agotando y pese a que el abrigo intenta hacer lo suyo, ya no soy capaz de sentir los dedos de mis pies ni mis manos. Estoy mojado, con frío, herido y sin un jodido pensamiento coherente.
—Señor, estará bien—me promete.
O eso creo.
Porque es lo último que consigo escucharle, seguido de un helicóptero que cubre el sol y cierro los ojos para regresar a la oscuridad temida.
Ahora, parece ser el único lugar seguro donde puedo estar.
¿Qué demonios sucede conmigo...?
Día 1
VALERY
Chris está vivo.
La frase resuena en mi mente mientras atravieso las paredes vidriadas del pasillo privado del hospital, camino a la habitación presidencial.
El agente me circunda y me protege de la prensa hasta dar con el sector de acceso restringido donde el equipo de seguridad filtra al resto de fanáticos que están aquí tanto por amor como por odio.
—Por acá señorita, Simons—me señala el pasillo donde debo esperar—. Por favor, aguarde un momento hasta que termine la revisión médica.
—¿No lo han visto ya?
—El médico personal del señor White está hablando en este momento con...
—¿Qué hace él acá? Deberían estar hablando conmigo o con sus padres.
Me sorprende que los agentes de seguridad de mi futuro marido no sean capaces de mover un mínimo gesto cuando hablan o a la hora de plantarme un NO en el rostro.
Vamos, que estoy desesperada por quererle ver. Necesito cerciorarme de que está a salvo, no pueden sobrepasarme de este modo.
—Lo siento, señorita. Es nuestra orden. No puedo dejarle pasar hasta que tengamos explícitamente la palabra de quien está a cargo.
—Por todos los cielos.
Suelto un resoplido y me acerco al vidrio espejado en el vano intento de ver algo hacia el interior de la habitación donde seguramente se están poniendo al tanto de que ya estoy aquí.
Sin embargo, el cristal solo me muestra mi cabello castaño alzado en una vana coleta, mis labios sin pintar y mis ojos con el mismo maquillaje que me acosté anoche sin tiempo ni energías para pasarme una toalla desmaquillante.
Mis pómulos se ven demasiado saltones ante las sombras amoratadas bajo mis ojos, no he podido pegar un ojo desde que Chris no está a mi lado.
Con el corazón en un puño aguardo fuera.
Quiero verle.
Quiero abrazarlo.
Sentir su abrazo.
Saber que está bien.
Oler el perfume en el cuello de su camisa.
Ser abrazada por sus enormes brazos fibrosos.
Descansar mis mejillas en su pecho musculado.
Sentir sus labios besándome en el cabello.
Besando mis ojos.
Besando mi boca.
¿Qué hicieron contigo?
Sólo ruego que quien sea que le haya llevado, no le haya hecho nada malo. Por mucho que he orado todo este tiempo a la expectativa de que no haya sentido hambre, no haya sentido frío, no le haya hecho falta una palabra de cariño... Soy consciente de que estos grupos de poder están divididos por duras paredes de odio que los separan.
Y si algo tienen el común el amor y el odio es que son altamente inflamables; a ambas pasiones basta un chispazo para encenderlas.
Cuidado.
Porque un incendio no controlado puede devastar absolutamente todo...
CHRIS
—El señor White tiene que quedarse.
Me remuevo en la cama. Intento abrir los ojos, pero los gritos de la discusión llegan mucho antes.
—¡Y un carajo! Si se lo llevan nuevamente o le hacen daño, no se hace una idea de lo riesgoso que esto podría llegar a ser.
—Estoy seguro de que si tiene una recaída o algo que los estudios no nos hayan arrojado aún, sería mucho más riesgoso. Tiene traumatismos en distintas partes de su cuerpo, incluido en su cabeza. No sabemos si esto pudo haber implicado algún daño neurológico irreversible.
—Se supone que son la mejor clínica del país y si esos jodidos estudios no dicen que el señor White queda inhabilitado en sus funciones psicológicas principales para ejercer sus responsabilidades, es porque puede salir.
—Va en contra de los protocolos.
—¿Usted sabe lo que hago con sus protocolos? ¿Usted sabe que esto no es positivo para la imagen de su candidatura, verdad?
—Señor Thruman, lamento decirle que si el señor White tiene algún daño irreversible que no estemos viendo por ahora, Christopher White jamás podrá ser presidente aunque lo vote el noventa y nueve por ciento de los estadounidenses. Me temo que...
Está ahí el médico con una larga bata blanca estudiándome tras unas finas gafas.
Un hombre de esmoquin y cabello escaso le amenaza delante. Más allá, hay una pared espejada con una chica que intenta mirar hacia adentro con un tipo del tamaño de un ropero a su lado.
—¿Qué...sucede?
Mi voz suena queda y me genera ardor en la garganta el hablar.
—Señor White—el tipo de traje se vuelve a mí, mientras el médico se debe ubicar al otro lado porque evidentemente el más elegante no le deja hacer su trabajo.
Una luz diminuta se enciende y me encandila, no obstante el médico me sujeta los párpados.
—Sus pupilas se contraen normalmente—declara.
—Saque eso, por favor.
Lo único que hay en mi mente es oscuridad. Esa luz no hace más que hacerme daño a la visión.
El sujeto corre la sábana y me observo en pantaloncillos con el torso desnudo mientras electrodos están puestos en mi pecho y una aguja me tiene conectado del brazo a una máquina.
El médico saca un martillo diminuto. O algo parecido.
—Señor, ¿se encuentra bien?—me dice el de traje.
Pero al mismo tiempo, el otro me advierte:
—Por favor, dígame si siente esto.
Me da unos golpecitos en el pie. Una de mis piernas está vendada y en alto.
—¿Lo siente?—me pregunta.
—Sí.
Sube. Mi rodilla.
Sí.
Mi muslo.
Sí.
Mi cadera.
Sí.
—¿Puede contraer sus codos y cerrar los puños?
Trago saliva.
Siento los músculos entumecidos, pero lo consigo.
El tal "señor Thruman" dice en su insoportable tono de suficiencia:
—¿Lo ve? No es necesario el protocolo de mierda. El señor White se va a su casa ahora.
No soporto escucharle de esa manera así que no lo tolero más y le suelto en evidente tono de disgusto:
—¿Quién te crees que eres como para hablarle en ese tono al médico que intenta hacer su trabajo y cuidar de mí?
—Señor—dice él, con la voz arrastrada—... Mi trabajo también es...cuidar de usted.
Mi cabeza se vuelve una lluvia de balas.
De gritos.
De guerra.
Pero no consigo que su rostro me resulte familiar, entonces la desesperación me invade:
—¿Y por qué carajos no puedo acordarme de ti? ¿Quién eres? ¿Qué hago aquí, qué me ha sucedido?
Ellos se miran intercambiando un vistazo de alarma.
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