La presión que ejercían las manos de Raquel sobre su cuello era bestial. Era imposible detener aquella furia, se había resignado a la lucha, había dado algunos golpes, sí, pero sin convicción, en consecuencia, la locura de ella lo había vencido con mucha facilidad, conduciéndolo sin resistencia alguna a un destino fatal. Sabía que todas las cartas estaban echadas de antemano, que no quedaba nada por agregar ante tanta enfermedad, que era imposible la existencia de un mínimo de raciocinio a esa altura, pues ella ya había decidido. Lo único que él podía hacer era esperar la muerte en las manos de la mujer que alguna vez amó y luego se dedicó a cuidar como padre; sólo podía cerrar los ojos y ofrecer una mueca parecida a la compasión a esa cara que lo observaba con odio visceral. Una mirada invadida por un fuego interior espantoso, el cual él sentía arder en lo más profundo de su ser. Sin duda, tenía ante sí una expresión de locura que jamás se hubiese podido plasmar en representación humana alguna.
Cinco minutos más de agonizar observando la oscuridad de su interior, aceptando resignado la muerte, deseándola. Sin embargo, antes de partir, de sentir que todo estaba más que perdido, Joaquín hizo un último esfuerzo por abrir sus ojos. En ellos, comenzó a brillar una ansiosa sed de venganza, de arremeter ferozmente contra su opresora, contra la asesina que lo observaba desencajada, desentendiéndose de su penetrante mirada. Pero aquello era imposible, ya no había tiempo para defenderse o resistir, sus fuerzas lo abandonaban por completo: era el agónico final. Sus ojos se cerraron lentamente, mientras pensaba en lo absurdo de la situación, se hacía una silenciosa pregunta: “¿por qué todo era tan injusto?”.
Pasado ese lapso de pelea y sofocación, sucedió lo inevitable: Joaquín murió. Su espera había cesado, su cabeza golpeó contra un reloj que cayó al suelo y se detuvo en el veintidós, la hora en que todo se acababa para él y su mundo. El estatismo no sólo se marcaba en lo temporal, sino también en la sangre que cubría las verdes paredes de la habitación, en el desorden tan quieto del fin del combate, en el silencio de aquella mujer que, aún con las manos apretando el cuello quebrado, contenía la respiración y miraba poseída al cadáver.
Una delgada línea de sangre salió de la nariz de Raquel y cayó sobre el rostro de Joaquín. Volvió en sí. Se levantó confusa y pensó, equívocamente, que su sufrimiento había acabado, que ya nada podía complicarse. Pero no se imaginaba lo errada que estaba, puesto que todo empezaba en ese mismo instante, en esa misma habitación llena de sangre, de locura, de rastros de lucha y de odio; continuaría en su nuevo y último recorrido, en las horas siguientes, las cuales culminarían volviéndola loca.