1856 a.C. Egipto.
“Escuchad en vosotros mismos y mirad en el Infinito del Espacio y del Tiempo. Allí se oye el canto de los Astros, la voz de los Números, la armonía de las Esferas. Cada sol es un pensamiento de Dios y cada planeta un modo de este pensamiento. Para conocer el pensamiento divino, ¡Oh, almas!, es para lo que bajáis y subís penosamente el camino de los siete planetas y de sus siete cielos. ¿Qué hacen los astros? ¿Qué dicen los números? ¿Qué ruedan las Esferas? ¡Oh, almas perdidas o salvadas!: ¡ellos dicen, ellos cantan, ellas ruedan, vuestros destinos!”.
Hermes.
Ella caminaba por los corredores oscuros del palacio donde había nacido y crecido, aquellos pasadizos que ocultaban tras sus paredes caminos secretos con un destino lleno de misterios inimaginables.
Aquella muchacha que había sido criada como la princesa, la que debería casarse con el afortunado en tomar el reino en sus manos y gobernarlo, ansiaba poder confesar aquel amor que tanto le martillaba el pecho, pero sabía de antemano que no era posible. Con solo soltar una palabra de aquel secreto rodaría la cabeza de su amado hasta sus pies.
No tenía elección.
Aquel nacido en cuna de paja y ella nacida en cuna de oro no podían ser vistos por ningún ojo y aunque sus ojos podrían delatar su amor, evitaban encontrarse de cualquier modo, solamente las noches de luna llena cada uno se permitía huir de sus hogares y encontrarse en un angosto corredizo que no se usaba hace muchos años.
- ¡Eshe! – escuchó su nombre y su corazón dio un vuelco. No había hablado con él por varias lunas, era posible decir que incluso las lunas llenas se habían de rogar para dejarse ver en el cielo oscuro lleno de astros luminosos que eran testigos junto con ella del amor que los dos se declaraban.
Cuando el joven se acercó a ella, sin dudarlo la tomó en brazos y la besó – Anhelé tanto esta noche – susurró en su oído e iban a continuar con su encuentro de no ser de haber escuchado pasos acercándose a ellos.
Asombrados se escondieron tras uno de los pilares del lugar y juntos rezaron para no ser encontrados y aunque vislumbraron la luz de una antorcha pasando cerca suyo, esta se alejó al instante y continuó con su camino.
Tras ello Eshe no dudó ni un poco y siguió la luz a lo lejos - ¿Qué haces? – exigió saber el joven acompañante, preocupado por ella – Podría pasarte algo si te encuentras fuera de tu recámara tan de noche – pero ella no escuchaba nada de lo que decía, sino al contrario, apresuró el paso y con cuidado de no ser descubierta se acercó lo suficiente para ver aquel rostro que caminaba por aquellos corredores en desuso.
- Estos corredores guían a una cámara oculta bajo el palacio – calló un momento, como si estuviera pensando si era adecuado o no decir aquello que nunca debía ser dicho - Cámara que tengo orden de proteger – confesó al final y sin esperar respuesta alguna continuó con el camino, ahora completamente oscuro.
- Entonces iré contigo.
Caminaron por el largo corredor sin detenerse ni un momento, la oscuridad era tal, que, si no hubiera sido guiado por su amada, se hubiera perdido en algún momento o hubiera caído e alguna trampa, las cuales eran advertidas por Eshe siempre antes.
Entonces vislumbraron de nuevo una pequeña luz de fuego – Quédate aquí – ordenó ella por primera vez – No te atrevas a moverte de aquí hasta que te lo indique – y se fue sin esperar ninguna palabra como respuesta.
“Y como la vida y la muerte se unen, así como un sacrificio dictado para evitar ser robado, aquel rojizo color debe ser manado de aquel guardián que recién encontrado”.
La Alianza
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Editado: 28.12.2019