Almas encontradas

Una amistad hecha de cicatrices

> A veces, el dolor compartido es el inicio del verdadero amor… o de la amistad más leal.

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Ya habíamos recorrido tres tiendas cuando decidimos hacer una pausa. Bianca eligió una cafetería en una esquina del centro comercial, de esas que huelen a vainilla, café y nostalgia.

Nos sentamos junto a la ventana. El sol caía en ángulo, como si quisiera meterse en la conversación.

—Necesito azúcar —dijo Bianca, soltando su chaqueta y desparramándose en la silla—. O me voy a desmayar con tanto andar.

Asentí, sonriendo. Ella pidió dos capuccinos y una torre de mini postres que claramente no íbamos a terminar, pero tampoco íbamos a rechazar.

Al principio, todo era como siempre: risas, comentarios sobre la ropa, teorías locas sobre lo que pasaría en la coreografía si una de nosotras se torcía el tobillo. Pero de repente, algo cambió.

Bianca estaba mirando su teléfono. El rostro se le tensó apenas por un segundo. Lo suficiente para que yo lo notara.

—¿Todo bien? —pregunté, sin forzar el tono.

Ella dejó el celular boca abajo y forzó una sonrisa.

—Sí… solo spam.

Mentira.

Lo supe de inmediato. Su mirada no volvió a brillar igual durante los minutos que siguieron. Comió menos. Se rió menos. Se quedó mirando por la ventana mientras revolvía su café sin tomarlo.

—¿Bianca?

Tardó en reaccionar.

—¿Sí?

—Estás… apagada. ¿Pasa algo?

Ella suspiró y apretó los labios. Pensé que me iba a decir algo. Algo real. Pero solo sacudió la cabeza.

—No quiero arruinar el día.

—No lo vas a arruinar.

Otra pausa. Larga. Incómoda.

—Solo… a veces hay cosas que no quiero pensar. Y días como hoy… me recuerdan lo fácil que sería ser feliz si pudiera olvidarlas del todo.

No supe qué decir. Porque era la primera vez que la escuchaba decir algo así. Y porque vi en sus ojos ese tipo de tristeza que no se puede explicar con palabras.

La observé mientras bajaba la mirada. Una parte de mí quiso abrazarla, pero no lo hice. No porque no quisiera, sino porque sabía que Bianca solo se dejaba tocar cuando estaba lista.

—¿Quieres que cambiemos de lugar? —pregunté, suave.

Ella negó, respirando profundo.

—No. Estoy bien. Solo… necesito un minuto.

Le di ese minuto.

Pero dentro de mí, algo se encendió. Una sospecha. Un presentimiento.
Bianca no era solo luz. Había sombras escondidas que apenas empezaban a mostrarse.

Bianca ya no revolvía su café. Solo lo miraba como si esperara que le diera respuestas. Yo también me quedé callada, observando la gente pasar afuera del centro comercial. Ajena. Rápida. Leve.

Y, sin saber por qué, me escuché hablando.

—Mi papá murió hace un año.

Bianca giró el rostro hacia mí. No me interrumpió. No me preguntó nada. Solo me escuchó.

—Fue un accidente de auto. Íbamos juntos. Estaba lloviendo… no sé bien qué pasó. Solo recuerdo los gritos. El sonido del metal. Y después… el vacío.

Tragué saliva. Sentí las manos frías de golpe.

—Él se llevó todo el impacto. Si no lo hubiera hecho... yo no estaría sentada aquí.

Mis palabras salían lentas, como si nunca las hubiera dicho en voz alta. Porque no lo había hecho. Porque ni siquiera con mamá pude hablar de eso.

—Pasé tres meses hospitalizada. Con huesos rotos, la cara llena de puntos y la mente… hecha pedazos. Pero lo peor no fue el dolor. Fue despertarme y saber que él no iba a estar nunca más.

Miré a Bianca. Tenía los ojos vidriosos, pero no decía nada. Me dejaba continuar.

—Desde entonces, me cuesta confiar. No solo en los demás… en el mundo. En que algo pueda durar. En que alguien no se vaya. Me cuesta crear vínculos con los hombres porque siento que si me apego, si siento algo real, lo voy a perder. Y no sé si podría soportarlo otra vez.

Me quedé en silencio. No lloré. Pero por dentro… se sentía como si todo lo estuviera haciendo.

Bianca me tomó la mano. Firme. Cálida. Sin lástima. Solo con presencia.

—Vanessa... lo siento tanto. No tenía idea.

Negué con la cabeza, sin soltar su mano.

—No tienes por qué tenerla. No lo hablo con nadie. Y no porque no quiera… sino porque si lo digo, lo revivo. Y si lo revivo, siento que tal vez… sí fue mi culpa.

Bianca frunció el ceño, dolida por mí.

—No puedes cargar con eso.

—Lo hago igual.

Y entonces vi algo en ella. Una emoción contenida. Una empatía distinta. Más profunda. Como si lo que acababa de decirle, hubiera tocado un rincón de su propia historia.

No me lo dijo.
No todavía.
Pero lo supe.

Ella también había pasado por algo

Nos quedamos en silencio. Yo con la garganta cerrada, ella aún sujetando mi mano como si no quisiera que me desmoronara. Pero entonces, sentí algo distinto en su mirada. Una sombra nueva.

—Vanessa… —dijo con voz baja—. Gracias por contarme eso. Sé que no fue fácil.

Asentí. Me sorprendió que no me soltara. Pero lo que vino después me sorprendió aún más.

—Hay algo que yo tampoco le he contado a nadie fuera de mi familia.

La miré. Su mirada se clavó en un punto de la mesa como si estuviera recordando algo muy lejano… o muy cerca.

—Cuando era niña… me secuestraron.

No respiré. Solo esperé.

—Tenía nueve años. Fue en el trayecto de la escuela a casa. Un minuto estaba en el asiento trasero del auto con mi uniforme y mi lonchera. Al siguiente… estaba encerrada en un cuarto oscuro, con la boca tapada y las manos atadas.

Su voz tembló un poco, pero no se rompió.
Era Bianca, después de todo.

—Mi papá pagó una fortuna para que me devolvieran. No sé cuánto exactamente… solo que lo perdió casi todo por eso. Y aún así, nunca me lo echó en cara.

Yo la miraba sin decir palabra. Sintiéndola como por primera vez. Viéndola más allá del brillo, las bromas y los vestidos de diseño.

—Lo peor no fue el encierro —dijo, bajando aún más la voz—. Fue el símbolo que dejaron. Un pequeño dibujo en la pared del cuarto donde estuve. Un espiral con tres puntos en el centro. No sé por qué lo hacían. Quizás una firma, un juego... no lo sé.




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