último Soplo de Fe

01: Ilusiones que duelen.

 

Ella jamás tuvo el amor maternal, como para saber lo que se sentía. No sabía que era amar a un ser que—literalmente—vivía dentro de ti. Sin embargo, se adaptó al amor paternal. Amaba intensamente a su padre por todo lo que hacía por ella; un hombre, que le brindó todo el cariño que ella esperaba de su madre.

Cada festejo del día de las madres se convirtió en otra tradicional noche de películas. En ese entonces, nada importaba más que ella y su padre. Y, a pesar de ser un soltero que trabajaba más de doce horas al día durante los 365 días del año, jamás hizo a un lado a su más grande tesoro; su hija.

Los años pasaron, el amor llegó a la vida de ella y el miedo también. Por temor a que le hicieran lo que, a él, cometió muchos errores; intentar separar a su hija del amor de su vida fue uno de ellos y, posiblemente, uno de los peores. Pensaba que la estaba protegiendo de alguien que sólo la quería para divertirse, cuando realmente era todo lo contrario.

Izan no tenía la familia más perfecta, pero tenía algo que muchos de su edad no; valores. Era un hombre de familia al que se le educó con límites, amor y responsabilidad. Él no buscaba a la mujer perfecta, porque sabía que eso era irreal. De hecho, no tenía las características de la mujer de sus sueños. Izan no era de las personas de definir a la persona con rasgos específicos (alta, amorosa, divertida…) y siempre tuvo el pensamiento de que la gente no es así, y sí se quería una relación de ensueño, habría que trabajar en ello.

En pocas palabras, él no buscaba a la mujer, buscaba la relación. Porque… ¿de que le servía tener a la mujer más bella, amorosa y responsable, sí era una celosa obsesiva? Entonces, él buscaba una relación donde la confianza y la honestidad reinaran por sobre todas las cosas. No quería la monotonía. Quería alguien con quien la amistad floreciera y pudiera ser él mismo sin ser juzgado.

Y no fue hasta ese día, en que se dio cuenta que la mujer con la que buscaba ese tipo de relación estaba ahí, luchando para alcanzar sus sueños. Ella, era Nainari; una mujer independiente, segura de sí misma, directa y aunque no se caracterizaba por ser la mujer más amorosa, siempre estaba ahí para apoyarlo. Odiaba las injusticias, pero más, el que la vieran llorar.

Nainari se consideraba una mujer fuerte e Izan un hombre valiente y perseverante. Jamás se dieron por vencidos. Él tenía su propia empresa de Fotografía y Video para eventos sociales y ella era considerada una de las mejores profesoras de Matemáticas e Informática en la preparatoria donde laboraba. Su ingreso socioeconómico anual no era tan alto, pero era el suficiente para una vida aceptable. Vivían en una casa a las afueras de la ciudad donde los niños ocupaban más lugar entre la población, que las personas mayores.

A dos años de disfrutar de su dinero y un maravilloso matrimonio, la pareja decidió que era el momento adecuado para formar una familia. Entusiasmados por la idea, ambos lo intentaron durante varios meses hasta que Nainari empezó a tener los típicos síntomas de embarazo. Los dos estaban tan emocionados que no dudaron ni un segundo en sacar cita con un médico para cerciorarse totalmente de la noticia.

            —Los estudios salen en dos días—informó el médico.

Cuando finalmente llegó el día, la sorpresa llegó. Ella no estaba embaraza y los síntomas no fueron más que Síndrome de Ovario Poliquístico. 

La preocupación suplió en su totalidad a la emoción y euforia que ambos sentían. A pesar de que el médico los volvió a citar para más estudios, ambos no dejaron de sentirse decaídos. Por un lado, Nainari no dejaba de pensar en la posibilidad de no poderle brindar un hijo a su marido. Y por el otro, Izan temía que dicho síndrome le quitara lo que más amaba; su esposa.

El ambiente en casa fue más deprimente, ya que la tristeza los inundaba cada vez más, pero el pequeño rayo de esperanza seguía ahí. Izan no fue una persona religiosa. O por lo menos, no tanto como sus padres. Ahora, todo era diferente. La vida lo trató de otra manera y empezó a darle sentido lo que tanto le repetían de niño.

Él era un hombre que rezaba cada noche junto a su esposa esperando que el síndrome no fuese tan dañino como lo esperaban. Ambos, con la espera de un milagro.

            —Vamos a tratarte, pero no prometo nada. —dijo el doctor examinando los estudios.

Nainari se sorprendió ante el comentario e Izan no soltaba la mano de su esposa. Estaba preocupado y cabizbajo.

            —¿Cómo que no promete nada? —objetó Nainari enojada—¿Me está diciendo que no podré curarme del síndrome

El médico torció la boca. La miró y soltó un largo suspiro.

            —Perdón, creo que me di a entender mal—el semblante de Nainari se calmó—. Mire, lo que quiero decir, es que primero necesito tratarle esos quistes y después vemos lo de su embarazo. Porque de que tiene posibilidades, las tiene, pero muy pocas. Y sí lo logra… sería un embarazo muy peligroso donde tanto usted como el bebé pueden perder la vida.

“Lo hubiera dejado así” —pensó Nainari.

Izan y Nainari intercambiaron miradas de preocupación.

            —Afortunadamente—procedió el médico—el quiste es benigno y no maligno.




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