Apostémosle al amor

Capítulo 24: Adiós

Romina

Estaba de pie frente al espejo, repasando los últimos detalles de mi maquillaje y tratando de calmar el remolino de pensamientos que tenía en la cabeza. No podía sacarme de la mente la expresión de Daniel en el parque, la forma en que insistió en recordarnos a nosotros mismos.

Justo cuando me disponía a cerrar mi maleta, el teléfono sonó. Miré la pantalla, era la aerolínea. Contesté sin mucho ánimo, esperando que fuera una simple confirmación de vuelo.

—Señorita Romina, la llamamos para informarle que su vuelo a Londres ha sido adelantado. —La voz al otro lado era profesional y directa—. Ahora saldrá a las ocho de esta noche.

Sentí cómo el aire escapaba de mis pulmones. Miré el reloj: eran casi las seis. Tenía dos horas para hacer todo y decir adiós, tal vez para siempre. Aquella cena con Daniel, la última oportunidad para cerrar ese capítulo de forma pacífica, se estaba desmoronando frente a mis ojos.

—Está bien, gracias por informarme —respondí, intentando sonar tranquila.

Colgué, cerré mi maleta y me tomé un momento para asimilar la situación. Me miré en el espejo una última vez, estudiando mis ojos, buscando la determinación que me había traído hasta aquí. Era como si todo a mi alrededor se estuviera moviendo más rápido de lo que podía controlar, pero esta era mi decisión.

...

Con las maletas finalmente cerradas, salí de mi apartamento con un nudo en el estómago. Llamé a un taxi y, mientras esperaba, repasé mentalmente las cosas que dejaba atrás: las risas, las lágrimas, cada momento compartido con Daniel. Sentí que el peso de esas memorias me acompañaba.

Justo cuando subía las maletas al maletero del taxi, vi a Daniel bajarse de su auto apresurado, su rostro una mezcla de sorpresa y preocupación.

—¿Qué estás haciendo con esas maletas? —preguntó, respirando con dificultad.

—Mi vuelo fue adelantado —respondí, tratando de mantener la voz firme, pero sentía que las palabras se atoraban en mi garganta.

—¿Adelantado? No puedes irte así, Romina —dijo, acercándose más, sus ojos buscando los míos en busca de respuestas.

—Daniel, debo irme. No hay nada más que hacer aquí —lo interrumpí, sintiendo que cada segundo que pasaba era un recordatorio de lo que dejaba atrás.

—Pero… —intentó protestar, su voz cargada de frustración—. ¿No podemos hablar de esto? Al menos una última oportunidad.

—No hay nada que hablar, —dije, tratando de mantenerme firme—. He tomado mi decisión. Es mejor así.

Me subí al taxi, dejando a Daniel de pie en la acera, su mirada vacía de incredulidad.

—¡Llévame al aeropuerto, por favor! —dije al conductor, intentando no mirar por la ventana hacia Daniel. No quería que mi determinación flaquease.

Mientras el taxi avanzaba, sentí que el corazón me latía con fuerza, como si también estuviera luchando por encontrar una salida. Mi mente estaba llena de pensamientos contradictorios: el deseo de quedarme, la necesidad de irme. Pero, al final, era una decisión que había tomado para protegerme, para no seguir lastimándome ni hacerle daño a Daniel.

Cuando el taxi giró en la esquina, lancé una última mirada hacia atrás, esperando que esa imagen de Daniel, parado ahí, no se borrara nunca. Sabía que, en el fondo, una parte de mí siempre lo llevaría conmigo, sin importar cuán lejos estuviera.

A medida que el taxi avanzaba por las calles, un silencio tenso se apoderó del interior del vehículo. Observé por la ventana cómo la ciudad pasaba rápidamente, pero mi mente estaba atrapada en un torbellino de emociones. Sin embargo, algo en el comportamiento del conductor captó mi atención. Miraba constantemente por el retrovisor con una expresión de curiosidad, como si estuviera buscando algo.

Mi corazón se aceleró. Sin poder resistir la tentación, miré por la ventana hacia atrás y, en un giro desgarrador, vi a Daniel. Su auto seguía al nuestro, manteniendo una distancia prudente, pero su expresión era clara: estaba decidido a no dejarme ir sin luchar.

El nudo en mi estómago se apretó aún más. La imagen de él detrás del volante, con su mirada fija en mí, me llenó de una mezcla de angustia y anhelo. Quería que me entendiera, que supiera que esta decisión no era fácil, que lo último que quería era causarle dolor. Pero las circunstancias eran complicadas, y sentía que había llegado a un punto de no retorno.

—Señor, por favor, acelere un poco —le pedí al conductor, intentando no dejar que mis emociones se desbordaran.

El taxi respondió, aumentando la velocidad, y mi corazón latía con más fuerza. Daniel seguía ahí, como una sombra tras nosotros, y no podía evitar que esa imagen me atormentara.

—¿Por qué no me dejas en paz? —susurré para mí misma, aunque en el fondo sabía que él no haría eso. Daniel nunca se rendiría fácilmente.

El taxi aceleró, pero el corazón me latía con fuerza, y cada segundo que pasaba se sentía como una eternidad. Miré de nuevo por la ventana y vi cómo Daniel también pisaba el acelerador, su auto deslizándose entre el tráfico. La distancia entre nosotros parecía ser un juego que ninguno de los dos estaba dispuesto a perder.

—Señor, por favor, no se detenga —le imploré al conductor, sintiendo que la ansiedad me consumía. El conductor, visiblemente confundido, asintió y continuó acelerando. Pero, de repente, el motor del taxi comenzó a emitir un ruido extraño, un leve chirrido que me hizo fruncir el ceño.

—¿Está bien? —pregunté, mi voz temblorosa.

—Lo siento, parece que algo no anda bien —respondió el conductor, su tono se volvió preocupado mientras miraba el tablero.

Justo en ese momento, el taxi comenzó a tambalearse. Aceleré el ritmo de mis pensamientos. Sabía que no podía dejar que Daniel se acercara más. La adrenalina recorría mi cuerpo mientras el taxi seguía avanzando, pero luego, de repente, el motor hizo un ruido sordo y comenzó a detenerse, el conductor luchando por mantener el control.



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En el texto hay: romance, comedia y drama

Editado: 30.10.2024

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