Ian, sentado encima del pecho de Kraven, lo golpeaba, sus manos empapadas en sangre, le salpicaba en el torso y el rostro. Todos en el lugar miraban impactados la escena; Ian no paraba, y al mismo tiempo, la risa maníaca de Kraven hacía contraste, un eco macabro entre los árboles. Ian, aun así, estaba ensimismado, enfurecido, atrapado en un abismo de furia, y no paraba de golpearlo.
A unos pasos, Makia observaba con los ojos abiertos por el horror; las lágrimas le surcaban las mejillas mientras corría hacia él. Se arrodilló junto a Ian, lo tomó por los hombros, lo sacudió, y gritando en llantos, le suplicó:
—¡Ian! ¡Ian! ¡Por favor… basta! —con la voz quebrada por el llanto, resonó como un susurro desesperado, entre el caos y la violenta escena frente a ella—. No caigas en su juego, tú eres mejor que esto, por favor… —decía Makia.
Pero Ian no oía. Sumido en un abismo de furia, seguía golpeando. Kraven, con el rostro destrozado, reía; su risa retumbaba como un eco macabro en la jungla. Y entonces Kraven miró al cielo, extendió los brazos, como quien da la bienvenida, y en ese entonces una grieta en el cielo se abrió.
Un crujido como de vidrio partiéndose recorrió el aire. Los animales en la selva se ocultaron; las hojas temblaron. Todos alzaron la vista.
Primero, dos figuras se materializaron en el cielo, atravesando la grieta, y cayeron como rayos pesados, hundiendo la tierra a ambos lados de Ian. El suelo tembló.
A la derecha, se alzó Kurt Kaiserfeld: rasgos finos, sonrisa macabra, cabello corto rubio platinado, ojos plateados que parecían vacíos de alma, y una armadura negra que destilaba amenaza. Su figura era delgada y alta, y cada movimiento suyo parecía un susurro letal.
A la izquierda, Elena Malatesta apareció: piel morena tostada, cabello café oscuro largo y puntiagudo hasta la cintura. Su pecho prominente destacaba en una armadura negra, sin mangas y escotada, sensual y peligrosa a la vez. Sus ojos verdes, afilados como los de un felino, eran difíciles de ignorar, irradiando una belleza devastadora mezclada con un aura de muerte.
Ambos alzaron sus brazos, listos para descargar su fuerza sobre la espalda de Ian, que estaba sentado justo encima de Kraven golpeándolo. Pero antes de que los golpes cayeran, las aguas de Kael y la gravedad de Aelius se alzaron a la vez, envolviéndolos, deteniéndolos ligeramente. Aun así, estas dos figuras eran nada más y nada menos que Generales Monarcas, y era imposible detenerlos.
Ian, jadeando, reaccionó y comprendió al instante. Su mirada chocó con la de Makia, y sin pensarlo, saltó hacia ella. Rodaron juntos para salir del centro del peligro.
Todos en la jungla temblaban. Los rostros de estos tres no eran desconocidos para nadie en todo el imperio. Después de todo, eran Generales Monarcas, el rango más alto y poderoso en el ejército imperial.
Kraven, tambaleándose, se puso de pie. Limpiándose la sangre del rostro, con una sonrisa torcida, quedó entre Kurt y Elena. Se giró, y ahora, frente a simples aspirantes, se alineaban tres Generales Monarcas que se rebelaban contra el imperio.
En el palco imperial, el caos estalló.
Tiberius golpeó la baranda con fuerza, el anillo de oro negro crujiendo contra la madera.
—¡¿Qué demonios está sucediendo?! —gritó con furia.
Auron, pálido, exclamó:
—¡Malditos traidores asesinos! ¡Creen que pueden traicionar al imperio y jugar con la vida de unos jóvenes, con sus sueños! Es inaceptable.
Y en su mente, un solo pensamiento le atravesó el pecho como un cuchillo: Hija… sobrevive. Quédate junto al hijo de Alistair. No te alejes de él. Por favor…
Entonces, dos figuras más salieron de la grieta. Una mujer delgada, de rostro angelical, cabello rubio largo y ojos azules que se veían casi divinos. A su lado, un joven, de cabello blanco puntiagudo y ojos azules también casi divinos. Ambos portaban armaduras celeste metálico, con alas metálicas de color dorado y capas blancas. Eran Serafines, el rango más alto en la Fortaleza Arcángel, rango equivalente a un General Monarca.
Estos, al obtener este título, abandonan sus nombres para portar el de Serafín. Eran Uriel y Gabriel, parados en el cielo, mirando hacia abajo como si fueran dioses. Detrás de ellos, saliendo de la grieta, capitanes monarcas, tenientes, sargentos supremos, sargentos y oficiales de alto rango. También había querubines, tronos, entre otros rangos de la Fortaleza Arcángel.
Era un ejército de élite contra nuevos aspirantes, sin títulos, sin nadie que pudiera defenderlos. Era imposible ganar y sobrevivir.
En el palco imperial y en el estadio, las voces se apagaron. Los nobles palidecieron. Y todos comprendieron lo mismo al mismo tiempo que el examen ya no existía:
El golpe de estado imperial había comenzado.