Arkanis

Capítulo 20: La danza de los espectros.

Todos en Amazonia alzaron la vista. El cielo, antes un dosel de verde, ahora era un abismo que escupía monstruos y prodigios. Algunos miraban impactados, otros con un terror frío calándoles hasta los huesos. Unos pocos —los más temerarios, los marcados por la furia o la fe— apretaban los puños, listos para lo imposible.

Aelius, con su voz grave y resignada, rompió el silencio:

—Esto no es un examen… es una ejecución.

Y entonces, una sombra colosal cruzó el cielo, ondeando como un relámpago entre las grietas del firmamento. Un rugido ancestral estremeció la tierra: Quetzalcóatl había llegado. Sobre su lomo, tres figuras: Tezca, Aurora y Kyran, cabalgaban el viento como si desafiaran al mismo destino.

—¡Iansito, eres muy rápido!—gritó, su voz chispeante entre carcajadas nerviosas. ¡Lo siento Tezquita, tenía prisa!—respondió Ian. Pero en cuanto Tezca, Kyran y Aurora alzaron la mirada y vieron lo que flotaba arriba —los serafines, los capitanes monarcas, el ejército del caos—, el aire se tensó.

—Uuuuh… ¡Esto no se ve bien! —murmuró Tezca, el humor evaporándose de sus labios.

Descendieron junto a los demás, las alas de Quetzalcóatl abanicando hojas y tierra, levantando torbellinos a su paso.

Ian y Aurora cruzaron miradas; un destello extraño surcó entre ellos, apenas un segundo, pero bastó. Makia lo sintió. En su pecho, algo se apretó. No entendía qué ni por qué, pero en ese instante supo que algo había cambiado en el corazón de Ian.

Aurora miró hacia arriba, la desesperanza tallada en cada línea de su rostro.

—Es terrible… ¿cómo se supone que debemos hacer frente a esto? Son solo figuras de alto poder, leyendas vivientes y nosotros somos solo aspirante.

Kyran, con la mandíbula apretada, replicó:

—La única opción es sobrevivir hasta que lleguen los altos mandos… dos semanas. Algo casi imposible.

Aelius asintió, los músculos de su mandíbula tensos:

—Es verdad. Debemos idear un plan. Esperar apoyo de los demás aspirantes. Resistir.

Pero entonces…

Un golpe sordo en la tierra.

Otro.

Otro.

Otro.

El suelo tembló como si la selva misma contuviera el aliento. Desde atrás del grupo, sin aviso, cuatro figuras cayeron del cielo como lanzas divinas, impactando con tal fuerza que la tierra crujió bajo sus pies. El aire se llenó de polvo y energía cruda. Cuando el humo se disipó, allí estaban:

Baltoreyn, Kaupolkhan, Acassia y Zetz.

Cuatro de Lanzas Eternas.

En un instante, el grupo dejó de ser solo un puñado de aspirantes y aliados. La verdadera élite acababa de llegar.

Mientras tanto, el rugido del bazucazo retumbó por toda la llanura, un estallido de luz y fuego que sacudió el aire. El humo lo devoró todo, espeso como un velo de muerte. Eldar, jadeante, apenas tuvo tiempo de sonreír antes de que la niebla se disipara.

Sobre él, Godric como un demonio del abismo: apenas unos rasguños marcaban su piel, la armadura vibraba con un resplandor siniestro.

—¡Mierda! ¡No le hizo na…! —gritó Eldar, los ojos abiertos por el pánico.

No tuvo oportunidad de reaccionar. La espada surgió en un destello metálico, un filo letal hecho de nano-partículas que se unían como un rayo. Godric se movió como una sombra, y el acero penetró el pecho de Eldar.

El grito de Eldar cortó el aire.

Godric desapareció, desvaneciéndose como humo en el viento.

—¡Brenda, cuidado! —bramó Eldar, con la voz quebrada por el dolor.

Brenda giró, instinto puro, buscando entre el caos. Los latidos de su corazón retumbaban en sus oídos. Y entonces, frente a ella, Godric apareció. Frío. Preciso. Una figura de pura muerte, apuntando directo a su corazón.

Brenda cerró los ojos. El tiempo pareció suspenderse. Un suspiro. Un vacío. Un último latido.

Pero la puñalada no llegó.

Cuando Brenda abrió los ojos, lo primero que vio fueron unos mechones de cabello negro agitándose al viento. Una figura de pie frente a ella, firme, poderosa. Y esos ojos… ojos violetas, igual a los suyos.

La mujer se giró apenas, una sonrisa cálida y feroz en los labios.

—¿Estás bien, hermanita? —preguntó Sofía, con una voz que tejía amor y guerra en la misma frase.

Brenda sintió cómo algo dentro de ella se rompía y se reconstruía al mismo tiempo. Sus labios temblaron antes de dibujar una sonrisa apenas perceptible, cálida, emocionada.

Sofía pensó:

“Aelius e Ian llegaron a tiempo para salvar a Makia… menos mal. Yo no hubiera alcanzado. Pero aun así, llegué justo a tiempo… para proteger a Brenda.”

Al otro lado, Godric soltó una carcajada áspera, un sonido que parecía arrastrar las piedras del suelo. Sus ojos, antes fríos, ardían ahora con un odio desbordado.

—¡Mira a quién tenemos aquí! —rugió, escupiendo cada palabra como veneno—. ¡La sucia bastarda! ¡Las mataré a las dos!

El aire alrededor vibraba, las sombras parecían estremecerse. Sofía se mantuvo erguida, y Brenda, por primera vez en la batalla, sintió que quizás, solo quizás… aún había esperanza.

El aire se tensó, como si la tierra misma contuviera el aliento. Godric avanzó con la espada alzada, una sombra de acero que cortaba la luz.

Pero Sofía no se movió. Cerró los ojos apenas un instante.

Y entonces, el mundo tembló.

El suelo bajo sus pies comenzó a agrietarse, y de esas grietas emanó un fuego negro, espeso como tinta líquida, que serpenteó sobre la tierra. De esas llamas, silenciosas y sobrenaturales, comenzaron a emerger figuras.

Espectros.

Primero fueron solo siluetas. Luego, cuerpos enteros, armaduras corroídas, capas rasgadas, espadas rotas… y todo su ser envuelto en ese fuego negro, como si ardieran sin consumirse. Los ojos también brillaban del mismo tono, profundos, abismales.

Sofía extendió los brazos, y con una voz suave, como un canto funerario cargado de poder, ordenó:

—Dancen conmigo, espectros.

Los espectros obedecieron. Sus pasos eran etéreos, pero sus presencias aplastaban el aire, rodeándola en espiral, danzando al ritmo de una melodía inaudible, listos para defenderla.




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