Justo después de que Ian aterrizó con Makia en sus brazos, esquivando por un suspiro los ataques devastadores de Kurt y Elena, ambos quedaron de pie, jadeantes, cubiertos de sudor y polvo. Makia se sostuvo a su lado, tambaleante, pero firme.
—No sé cómo… —dijo, con la voz quebrada pero los ojos encendidos—. No sé cómo saldremos de esta… pero lo vamos a lograr, Ian.
Ian asintió, sus pupilas encendidas de furia y coraje. Pero entonces… algo inesperado ocurrió.
Al otro lado, las pupilas de Elena Malatesta —General Monarca, implacable, intocable— se dilataron al fijarse en Ian. Un brillo extraño, salvaje, cruzó sus ojos verdes afelinados, y un cosquilleo recorrió su piel, como cuando los gatos sienten el pelaje erizarse ante algo desconocido y fascinante. Su sonrisa se curvó, casi desbordando placer, irradiando fascinación cargada de una curiosidad que parecía arañar la calma.
—¿Qué es… —susurró, con la voz ronca, poseída—. Qué es… esa salvajidad tan hermosa…?
Y sin aviso, se lanzó.
Primero corriendo en dos piernas, su cuerpo esbelto y letal deslizándose como un relámpago oscuro… y luego, cayendo en cuatro patas, como una pantera hambrienta. El suelo crujió bajo su velocidad.
Ian apenas tuvo tiempo de reaccionar.
Elena saltó. Lo embistió. Lo derribó.
Y entonces… comenzó a lamer su rostro.
Una. Y otra. Y otra vez.
—¡Ah… qué exquisito! —susurraba, lamiendo su mejilla, su cuello, mientras sus uñas afiladas acariciaban su pecho como garras juguetonas.
—¿Que haces? —balbuceó Ian, intentando zafarse, confundido.
Desde un costado, Makia quedó petrificada. Sus ojos se agrandaron. Su respiración se cortó. Veía cada lamida como una daga atravesándole el pecho. La impotencia le carcomía las entrañas. La furia… le ardía en la sangre.
Y entonces, Elena subió su juego. Comenzó a lamerle la boca peligrosamente.
—¡¿Q-que demonios crees que haces?! ¡¿Acaso estás loca?! —exclamó Ian, forcejeando
En el Estadio Celestial, las pantallas flotantes mostraban la escena en primer plano: Elena Malatesta, General Monarca, lamiendo el rostro de Ian con descaro, posesiva, casi animal.
El corazón de Makia se rompió. Un destello rojo cruzó sus pupilas.
—¡Ian…! —susurró, apretando los puños, temblando.
Aurora, que estaba ahí mismo en la batalla, más allá, entre el caos, observó con una mezcla de incredulidad, furia y celos ardientes.
—¡Esa maldita! —gruñó Aurora, su aura oscilando entre luz y sombra, una energía cósmica pulsando desde su cuerpo.
Pero antes de que Aurora pudiera actuar…
Ian respiró hondo. Y con un rugido salvaje, levantó la rodilla y lanzó una patada brutal hacia arriba, golpeando el abdomen de Elena, enviándola y elevándola en el aire con violencia.
—¡Agh…! —jadeó Elena al ser impulsada.
Ese fue el instante que Aurora necesitó.
—¡Te tengo! —gritó Aurora, y su energía cósmica la atrapó en pleno vuelo, flotando como una marioneta suspendida por hilos de luz y sombra.
—¡¿Eh?! —exclamó Elena, agitándose en el aire, su cabello largo ondeando salvaje.
El corazón de Makia se rompió. Un destello rojo cruzó sus pupilas.
—¡Ian eres un descarado! —susurró, apretando los puños, molesta. Ardiendo de rabia.
Tezca observaba todo aquello, con el estómago adolorido de tanto reír, sin poder contener las carcajadas que se le escapaban.
Makia desapareció.
Un parpadeo. Un destello sónico.
Y apareció justo debajo de Elena, suspendida en el aire.
—¡AQUÍ ESTOY! —rugió Makia, y su puño se estrelló contra el estómago de Elena con una fuerza brutal.
El impacto reverberó en el aire, sacudiendo las hojas, el suelo, las montañas.
—¡HAAAAA! —gritó Makia, golpeando una y otra vez, una ráfaga de puños, martillando el abdomen de Elena como un tambor de guerra.
Elena se retorcía mientras los golpes de Makia la elevaban aún más en el aire.
Entonces, Makia desapareció de nuevo.
Apareció arriba.
Y desde el cielo, descargó una patada demoledora en la espalda de Elena, estrellándola como un meteorito contra el suelo.
—¡AAARGH! —retumbó Elena al chocar contra la tierra, una nube de polvo elevándose en todas direcciones.
Silencio.
Ian, aún jadeando, miró a Makia, los ojos agrandados.
Aurora, satisfecha, una sonrisa luminosa y molesta bailando en sus labios.
Pero entonces…
Una risa baja. Grave. Un ronroneo oscuro.
La tierra se partió.
Elena se puso de pie. Su cuerpo cubierto de polvo. Su sonrisa aún más amplia. Sus ojos verdes, ardientes, brillando como brasas en la noche.
—…Mocosa insolente… —susurró.
Y con un solo paso, sin siquiera parecer herida, Elena sacudió la tierra de su cabello y su piel.
—…¿Eso fue todo?
Su sonrisa se estiró, letal, encantadora.
—…Ahora… es mi turno.
La batalla no había terminado.
Elena volvió a mirar a Ian, sus pupilas dilatadas, una chispa salvaje danzando en sus ojos. Comenzó a caminar hacia él… no, a saltar, como una fiera juguetona acercándose a su presa, cada salto acompañado de un pequeño canto gutural, rítmico, casi infantil, con los labios juntos haciendo un curioso “mmm-mmm-mmm” al compás.
Makia e Ian fruncieron el ceño al unísono, retrocediendo apenas, los cuerpos tensos, los músculos en guardia.
—¿Pero qué…? —susurró Makia, lista para pelear.
De pronto, un aleteo poderoso cortó el aire. Una figura descendió justo al lado de Elena. Las alas metálicas desplegadas lanzaron destellos como cuchillas de luz. Uriel, la Serafín, flotaba a su lado, su mirada calma, inquisitiva.
Elena bufó al verla, girándose con fastidio.
—¿Qué quieres, Uriel? —preguntó, con tono cabreado y perezoso, casi arrastrando las palabras.
Uriel la miró fijo, sin alterarse.
—Elena… no te olvides del objetivo.
Entonces Uriel alzó ligeramente la vista, sus ojos centellearon apenas mientras enfocaban en Ian. Un leve parpadeo de sorpresa le cruzó el rostro.