En el palco Imperial, el aire era un mar espeso, denso, irrespirable. La tensión serpenteaba como cuchillas invisibles. Las pantallas flotantes mostraban la rebelión en Amazonia, los nombres prohibidos, las traiciones, las alianzas inesperadas.
Tiberius, el Gran Emperador, se movía de un lado a otro, inquieto, su capa ondeando como un estandarte cargado de gravedad. Su puño golpeó con fuerza el barandal, su voz rugió sobre el silencio como un trueno contenido:
—¡¿Cómo demonios nadie me informó nada acerca de una infiltración?! —sus ojos ardían, rabiosos, incrédulos. Señaló a sus oficiales—. ¡Inmediatamente llamen al Ministro Supremo Imperial! ¡Al de Inteligencia y al de Guerra! ¡Los quiero aquí… AHORA! No puedo creer que nadie me informara nada de una operación de tal magnitud. Soy el emperador.
Los asistentes imperiales salieron corriendo, chocando entre sí, desvaneciéndose entre los corredores de mármol y cristal.
Entonces, Leftraro, el Rey Emperador de Amekaris, se levantó de su asiento, su silueta erguida como una montaña ancestral. Sus ojos oscuros, llenos de sabiduría y fuego, buscaron los de Tiberius. Su voz era profunda, pausada, cargada de una solemnidad que perforó la atmósfera:
—Puedo ver que al contrario de lo que yo creía, Tiberius, usted es un buen hombre. —Su tono no era de halago, sino de una verdad revelada—. Solo está rodeado de personas equivocas y de una falta de autoridad que lo asfixia.
Tiberius lo miró, perplejo, aún respirando con furia.
Leftraro dio un paso al frente. Sus palabras vibraron como un tambor de guerra:
—Por eso le ayudaré. No solo por usted. Sino por todos los jóvenes alli, solos en otro planeta, que ven como sus sueños se transforman en una pesadilla. Pero ese sujeto Kraven habla con razón, cual es la diferencia si somos nosotros mismos quienes los envían ahí a morir, no somos mejores que ellos —su rostro se endureció—. Debo ayudarlo y actuar porque ahí hay muchos jóvenes de Amekaris tambien. —Sus ojos se oscurecieron—. Incluido mi hijo.
El silencio se extendió, pesado.
—…Voy a llamar al Gran Brujo Sacerdote de Amekaris, Machipillan. —Su nombre cayó como un golpe de trueno, haciendo vibrar el aire—.Aunque hasta ahora era un secreto de estado, debo contarle, no tenemos otra alternativa, el puede abrir portales. Aunque la cantidad es limitada todo depende de cómo se encuentre la energia vital y de cómo esté su flujo cósmico, ya sabe que a diferencia de los otros flujos, el cósmico también depende de la sincronía en la que se encuentre el universo en ese momento.
Su mirada se perdió un instante en la batalla proyectada en las pantallas.
—Espero que su espíritu aún sea lo bastante fuerte para que sigamos luchando.
Tiberius tragó saliva, sorprendido, conmovido, le respondió: —Muchas gracias Leftraro, estaré en deuda consigo y con el pueblo de Amekaris.
Leftraro giró, llamó a dos de sus escoltas con un solo gesto.
—¡A toda prisa! —ordenó, su voz cargada de una autoridad que ningún ejército podría desafiar—. ¡Vuelen a Amekaris! ¡Usen la nave más rápida que encuentren! ¡Y traigan consigo a Machipillan! Infórmenle que es una emergencia.
—¡Si, majestad! —respondió uno de los soldados, golpeando su pecho en saludo antes de salir corriendo, sus pasos retumbando como tambores de guerra alejándose en la distancia.
El palco imperial quedó en silencio. Pero la tierra no.
Porque en la arena misma, bajo los cielos, una luz abrasadora descendió como un cometa blanco.
Los cielos se partieron.
La luz se abrió como un ojo divino.
Y Rhygar descendió.
No como un guerrero cualquiera.
Sino como el Sefirot.
Su armadura era blanca como la justicia cruel del cielo, bordada en líneas doradas que refulgían como relámpagos atrapados. De su espalda, alas doradas se desplegaron, gigantes, infinitas, cada pluma una espada luminosa.
Su rostro era sereno.
Su mirada, inquebrantable.
Detrás de él, seis figuras descendieron.
Seis Serafines, cada uno portando armaduras de luz y acero, alas metálicas que cortaban el aire como cuchillas sagradas. Eran los que permanecían fieles. Los que no habían desertado en Amazonia.
El aire se congeló.
El estadio se inclinó.
La luz bañó el mundo.
El Cielo mismo había bajado.
Y con ellos la sentencia.
Porque donde bajaba el Sefirot bajaba también el Juicio.
El resplandor se expandió sobre el estadio como una marea sagrada.
Detrás de Rhygar, los seis pares de alas luminosas descendieron una a una, como meteoros guiados por un mismo juramento.
El primero en posar los pies sobre la arena fue Rafael. Su sola presencia parecía sanar el aire mismo, calmar las grietas invisibles del mundo.
Su rostro era apuesto, varonil, sereno. Había algo en su mirada —ese marrón cálido, envolvente— que daba paz, armonía, consuelo, realzada aún más tras los finos lentes que enmarcaban sus ojos.
Su cabello castaño, sedoso, caía sobre su frente en mechones impecables. Su armadura era celeste brillante, metálica, reflejando la luz como un lago sagrado bajo el sol.
Sus alas metálicas blancas y puntiagudas se desplegaron suavemente, como un abrazo silencioso.
A su lado descendió Gabriela. Su andar era majestuoso, cargado de una fuerza contenida, una belleza deslumbrante que parecía prohibida y reverente a la vez. Hermana melliza de Gabriel, el serafín que había traicionado al Imperio y ahora se encontraba en Amazonia.
Su rostro, hermoso y radiante, poseía una grandeza inigualable, sus ojos rosados, intensos, mirando como si leyeran el alma misma de todos los presentes.
Su cabello gris oscuro caía en ondas elegantes hasta la espalda. Su armadura celeste metálica, escotada, dejaba entrever su piel de tono celestial, mientras sus alas blancas con reflejos plateados y dorados vibraban con una energía digna de una reina celestial.