Arkanis

Capítulo 27 – El Nacimiento del Honor

La selva aún ardía en ecos del rugido atómico.

Las hojas temblaban como si el mismísimo corazón de Amazonia hubiera sentido el golpe de una verdad largamente contenida. La luz tenue del sol, oculto tras nubes y humo, parecía más suave ahora, como si también ella, la propia luz, se hubiera detenido a mirar.

En medio del campo desgarrado, Godric tambaleaba.

Su cuerpo cubierto de sangre, barro y gloria. Su brazo colgando débilmente, su respiración entrecortada como el eco final de un tambor de guerra. Las piernas ya no respondían. Los parpadeos eran lentos. La gravedad, más fuerte.

Un paso.

Otro.

Y sus rodillas comenzaron a ceder.

Pero antes de caer…

Una llamarada negra danzó frente a él.

Garreth Fitzgerald, el bastardo original, su figura espectral aún envuelta en fuego oscuro, lo miró con un orgullo ancestral. El humo de su silueta ondeaba como si el alma misma del pasado lo abrazara.

—Te entregaré mi poder… —su voz retumbó como un eco—. Pero no basta con recibirlo. Debes hacerlo tuyo. Solo entonces brillará en todo su esplendor.

El pecho de Godric se agitó con un estremecimiento. Entre el dolor y la fatiga, un destello de fuego cruzó sus pupilas, un instante breve donde su alma pareció despertar.

Sofía, aún temblando, levantó el rostro.

Garreth le dedicó una última sonrisa suave, apagada pero firme. Cálida.

—Nos vemos, mi niña… —susurró.

El fuego lo envolvió.

Y desapareció.

Como si nunca hubiera estado allí.

Pero Sofía sabía que sí.

Sabía que siempre lo estaría.

—Hasta pronto, viejo —murmuró con una sonrisa apenas rota, los ojos húmedos, el corazón latiendo con gratitud eterna.

Ambos se habían mirado. Y ese momento… era sagrado.

Godric, tambaleante, dio un paso más.

Cayó.

Pero no tocó el suelo.

Dos brazos lo atraparon.

Uno a cada lado.

Brenda, por la izquierda. Sofía, por la derecha. Como si el universo hubiera planeado que su caída nunca sería en soledad.

—¿Te encuentras bien? Tus heridas… —jadeó Brenda, su voz aún temblando.

—Tranquilo, ya pasó… —susurró Sofía, mientras lo sostenía como si pudiera cargarlo con el amor que no pudo darle antes.

Godric, apenas consciente, sonrió con dificultad.

—Maldición… —gruñó entre dientes—. Me siento como si me hubiera aplastado una nave imperial…

Las tres risas se mezclaron, trémulas. Cansadas. Vivas.

Brenda lo observó un segundo. Y entonces… frunció el ceño.

—Espera… —dijo, su voz alzándose levemente—. Tus ojos

Sofía lo miró también. Abrió los ojos, sorprendida.

—Oh… ¡es cierto! —exclamó.

Godric parpadeó, confuso.

—¿Qué pasa con mis ojos?

Ambas lo miraron boquiabiertas. Brenda alzó la mano, apuntando.

—¡Son violetas!

Sofía asintió, tocando con suavidad su mejilla.

—¡Tú también los tienes!

Godric, desconcertado, bajó la mirada hacia un trozo de armadura imperial caído cerca. Su reflejo distorsionado en el metal… le mostró la verdad.

Ojos violetas.

Intensos. Luminosos.

Como los de Sofía.

Como los de Brenda.

Como los de los marcados por el linaje más puro.

Su respiración se detuvo.

Una nueva conciencia se encendía dentro de él.

—¿Qué? —murmuró, con la voz quebrada—. ¿Como es posible?

Brenda y Sofía no respondieron. Solo lo abrazaron con fuerza.

Porque sabían que aquello no era una simple mutación.

Era una evolución. Una señal.

Godric Fitzgerald… ya no era el familiar cruel y arrogante. Ni el traidor redimido. Ni siquiera el hermano salvador.

Era otra cosa.

Una chispa viva en la tormenta.

Una fuerza despierta.

Una nueva estrella en la constelación de los titanes.

Y mientras el humo aún se alzaba en Amazonia…

Una verdad quedaba escrita, sin necesidad de palabras:

Godric había despertado.

Aunque estaba gravemente herido, resistía con firmeza, sostenido únicamente por la convicción de proteger a sus hermanas, que lo necesitaban más que nunca.

Su aura cambió. Su postura. Su silencio. Ya no era el mismo chico herido de antes. Algo había despertado.

Entonces, Sofía lo envolvió con un abrazo apretado, como si el mundo pudiera tragárselo si lo soltaba.

—Gracias por cuidar mi vida, hermanito… —susurró contra su pecho con lágrimas queriendo salir de sus ojos—. Gracias por cargar con nuestro odio, por no rendirte, por… por seguir ahí, incluso cuando creíamos que nos habías abandonado.

Godric cerró los ojos. Se permitió respirar. Se permitió sanar.

Y en su mente, la memoria de la infancia danzó con suavidad: él, acariciando el cabello de su hermana pequeña, murmurándole en voz baja: “Siempre te protegeré, Sofía… porque eres mi tesoro.”

La misma promesa… ahora cumplida.

Una figura se acercó, rompiendo el instante con la luz de su sonrisa. Makia entre las hojas caídas y los restos de batalla. Sus ojos brillaban con emoción y orgullo.

—¡Makiaaaaaa! —gritó Sofía, soltando a Godric para correr a abrazarla con alegría—. ¡Gracias! ¡Gracias por salvarme!

—¿Qué dices? —rió Makia, abrazándola de vuelta—. No iba a dejar que ese engreído te hiciera daño, recuerda que también soy tu familia, no lo vayas a olvidar.

Entonces, un paso más atrás… apareció Ian.

Con el rostro cansado, cubierto en polvo y sudor sonriendo, pero con su aura aún chispeante como un fuego joven. Sus ojos claros se encontraron con los de Sofía.

Y ella…

Se congeló.

El color subió a su rostro como una llamarada inesperada.

—I… I-I… A… A-An… —tartamudeó, ocultándose torpemente detrás de Brenda.

Brenda y Godric estallaron en una carcajada.

Makia, cruzando los brazos, alzó una ceja y preguntó con picardía:

—¿Por qué siempre te pones así de rara cuando aparece Ian? Vives con el, no entiendo por qué te comportas así, eres rara.




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