Ataques brujos

EL ELEGIDO

Capítulo I: La Visita Nocturna

El frío no venía del aire, sino de la médula—y aquí debemos hacer una distinción que el lector moderno, acostumbrado a explicaciones psicológicas para todo fenómeno extraño, quizás encuentre incómoda. Billy Carey conocía ese escalofrío: era la firma inequívoca de la visita. No una visita de carne y hueso, comprendamos, sino de algo que, aunque carece de materialidad en nuestro sentido ordinario, posee una realidad más sustancial que muchas cosas que tocamos y vemos diariamente.

El reloj digital marcaba las 3:00 a.m.—esa hora que las tradiciones antiguas de muchas culturas, con más sabiduría de la que solemos concederles, han reconocido como peculiarmente peligrosa. Es la hora en que el velo entre los mundos se adelgaza, cuando el ambiente de su habitación se espesó, volviéndose denso y pegajoso, como un miasma que sofocaba la luz de la luna y convertía el oxígeno mismo en un líquido viscoso que se resistía a entrar en sus pulmones.

Permítanme ser absolutamente claro: no era un sueño ligero, de esos que olvidamos antes del desayuno, ni una simple pesadilla del tipo que los médicos modernos atribuyen a la indigestión o al estrés acumulado. Era la entrada forzosa a un campo de batalla personal, un ring invisible donde se libraba una guerra antiquísima—tan antigua, de hecho, que había comenzado antes de que el primer ser humano respirara, y continuará después de que el último haya exhalado su aliento final.

El ataque se manifestó como siempre: un peso brutal e invisible sobre el pecho que le robaba el aliento y la capacidad de gritar, una parálisis onírica teñida de terror primordial—ese terror que no tiene objeto específico porque su objeto es la aniquilación misma. Sus ojos estaban abiertos, pero su cuerpo era una prisión de carne inerte. Podía ver las sombras danzando en el techo con una vida propia que ninguna física newtoniana podría explicar, podía sentir las sábanas húmedas de sudor pegadas a su piel como una mortaja prematura, pero no podía mover ni un solo dedo.

Y aquí está lo extraordinario: esta vez era diferente.

Los primeros ataques, meses atrás—y el lector debe comprender que estos no eran incidentes aislados sino una campaña sostenida—lo habían dejado temblando y sollozando hasta el amanecer, apenas un cordero indefenso atrapado en las fauces del lobo. Recordaba aquellas noches con una mezcla de vergüenza y horror que solo aquellos que han experimentado terror puro pueden comprender verdaderamente: despertaba gritando, el eco de su propio terror rebotando en las paredes vacías de su apartamento, sintiéndose completamente solo en un universo hostil donde las leyes reconfortantes de causa y efecto parecían haberse suspendido.

Los ataques más recientes lo habían encontrado murmurando, débilmente, frases inconexas—balbuceos de oraciones que apenas recordaba de su infancia, cuando su abuela lo llevaba de la mano a la pequeña iglesia del barrio. Eran como fragmentos de un idioma que uno aprende de niño pero que, por falta de uso, se vuelve torpe en la lengua del adulto. Y sin embargo, incluso en su forma fragmentaria, estas palabras poseían un poder que él apenas comenzaba a comprender.

Pero esta noche—y debemos detenernos aquí porque este momento marca un punto de inflexión no solo en la narrativa sino en la realidad espiritual del hombre—, algo en Billy Carey había cambiado. La acumulación de terror se había transformado, destilado por el fuego de la repetición, decantado en una roca sólida de cólera justa. Ya no era solo miedo lo que sentía; era indignación.

Permítanme explicar esta distinción, porque es crucial: el miedo puro nos paraliza, nos reduce a meros receptores pasivos de terror. Pero cuando el miedo se mezcla con la indignación—cuando reconocemos que la intrusión es injusta, que el atormentador no tiene derecho legítimo sobre nosotros—, algo cambia en la química del alma. Surge una voluntad de resistir que antes no existía.

Billy Carey sentía rabia ante la intrusión constante, ante la violación nocturna de su paz, ante la arrogancia de ese enemigo que se creía con derecho a atormentarlo impunemente. Y esta rabia, irónicamente, se convertiría en el primer paso hacia su liberación.

Capítulo II: La Manifestación

Frente a él, emergiendo de la neblina gris de la pesadilla como un barco fantasma del mar de la noche, tomó forma la presencia. Ahora bien, cuando digo "tomó forma", el lector moderno debe resistir la tentación de imaginar algo con contornos definidos, como las representaciones góticas de demonios en las pinturas medievales. No era una figura definida con cuernos y cola—esas son simplificaciones que, aunque útiles para el arte devocional, apenas capturan la verdadera naturaleza de lo maligno.

Era, más bien, la sombra de la abominación, una masa hirviente de odio y burla que pulsaba con un poder antiguo y malévolo, como si concentrara en su ser todos los temores de la humanidad desde el principio de los tiempos. Era la fuerza maligna, su atormentador recurrente, el arquitecto de sus noches en vela. Si uno pudiera, por algún acto imposible de percepción, ver la maldad pura sin el disfraz de la carne o la justificación de la filosofía, esto es lo que vería.

La habitación pareció encogerse—y aquí, de nuevo, no estoy hablando metafóricamente. En estos encuentros con lo numinoso oscuro, las leyes ordinarias del espacio se comportan de manera extraña. Las paredes se curvaron hacia adentro, creando un espacio claustrofóbico donde solo existían dos entidades: el cazador y su presa. O al menos, eso creía el demonio. Porque uno de los errores perpetuos del mal es su arrogancia, su incapacidad para imaginar que aquellos a quienes considera débiles puedan transformarse en adversarios formidables.

Billy Carey luchó por mover los labios, por vencer el nudo paralizante en su garganta que parecía hecho de alambre de púas. Cada intento de hablar era como tragar vidrios rotos—no puedo ofrecerles una comparación más precisa, pues quienes han experimentado esta parálisis espiritual testificarán que es exactamente así.



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En el texto hay: misterio, suspenso, terror

Editado: 02.12.2025

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