La noche caía con un tipo de calma que siempre me inquietaba. Una luna llena colgaba sobre la ciudad, tan brillante que parecía observarlo todo con un ojo antiguo y paciente. Caminaba hacia el cuartel con la mochila al hombro, sintiendo el asfalto húmedo bajo mis botas. Una llovizna ligera había pasado hacía apenas algunas horas, dejando tras de sí un olor a tierra mojada que se mezclaba con el rumor lejano del río.
No había nada extraordinario en esa guardia, al menos en apariencia. Otra noche más entre tantas. Otra rotación, otro registro en la lista de horas voluntarias. Y sin embargo, algo en el ambiente me anunciaba que nada sería igual. Era como si el aire se hubiera vuelto más denso, como si la luna misma contuviera la respiración a la espera de que un hilo invisible se tensara, preparándose para romper.
Yo también contenía la mía, aunque fingiera normalidad y tratara de proyectar una imagen de serenidad y control. Sabía que no podía ocultar por completo la inquietud que me embargaba, esa sensación de que algo importante estaba a punto de suceder.
Sentía que caminaba hacia un destino que, sin saberlo, ya me estaba esperando, un destino que había sido tejido en las estrellas y que en ese instante se manifestaba en mi camino. Que mi vida, o al menos una parte esencial de ella, estaba a punto de transformarse de manera silenciosa pero irreversible.
Mi nombre es Elowen. Desde hace años intento convivir con dos realidades que, a simple vista, parecen incompatibles. Una es la redacción: un lugar en el que cada historia exige precisión, las palabras deben sostenerse por sí mismas y el silencio previo a una noticia pesa tanto como los hechos que la acompañan. La otra es el fuego: un territorio imprevisible, sin margen para la duda, en el que el cuerpo actúa antes que la mente y una chispa puede cambiarlo todo. De día trabajo entre computadoras, cables y reportes interminables, siempre persiguiendo información que otros prefieren dejar de lado. De noche, me ato las botas negras de bombera voluntaria y, entre rescates, sirenas y el olor persistente del humo, sostengo una identidad que me obliga a enfrentar incendios ajenos… y, sin quererlo, también los propios.
Nunca lo he dicho en voz alta, pero el fuego me intimida y me refleja. En sus lenguas anaranjadas descubro mi propia intensidad, esa que a veces me cuesta aceptar. Allí, entre humo y rescates, me siento útil, necesaria. Me reconcilio conmigo misma de una manera que la oficina nunca logra darme.
No soy una mujer que ruegue por quedarse donde no la quieren. Aprendí, a fuerza de silencios fríos y miradas esquivas, que la dignidad también es un lugar donde resguardarse, y que retirarse a tiempo puede ser un acto de respeto hacia una misma. Por eso, el cuartel se volvió un hogar inesperado. Nadie preguntaba demasiado, nadie exigía explicaciones. Solo compartíamos una misma misión: llegar, ayudar y volver vivos.
Cuando empujé la puerta del cuartel esa noche, me envolvió la mezcla cálida de mate, risas y el eco de historias repetidas como un disco gastado. Saludé de manera amplia, usando mi sonrisa habitual, esa que sirve tanto para abrir puertas como para esconder lo que duele.
Dejé la mochila sobre una silla y recorrí la sala con la mirada. Mis compañeros estaban dispersos alrededor de la mesa principal, conversando como si el tiempo se hubiera detenido, ajenos a la tormenta que se avecinaba. En una esquina, bajo la luz cálida de una lámpara que parpadeaba apenas, lo vi a él: Thorne.
Thorne no era un extraño, pero tampoco alguien cercano. Un compañero ocasional con quien había coincidido en entrenamientos, simulacros y un par de guardias compartidas. Sabía que trabajaba en la empresa eléctrica y que estudiaba derecho por la noche, lo cual me parecía admirable y agotador a partes iguales. Era el tipo de hombre que imponía respeto sin levantar la voz, que irradiaba una autoridad tranquila. Su mirada profunda, postura serena, y ese silencio que no alejaba, sino que invitaba, creaban a su alrededor un aura difícil de descifrar… un enigma que despertaba mi curiosidad sin que yo pudiera evitarlo.
Cuando levantó la vista y nuestros ojos se encontraron, sentí que el ruido del cuartel se disipaba. Su mirada no fue la del compañero habitual, sino la de alguien que me estaba viendo de verdad por primera vez. Hubo un leve cosquilleo en mi estómago que intenté ignorar.
—Buenas noches, Elowen —dijo, con una voz profunda que parecía arrastrar calma.
—Buenas noches, Thorne —respondí, procurando que mi tono no mostrara demasiado.
Lo curioso es que no hubo incomodidad en el silencio que siguió. Al contrario, fue un puente. En cuestión de minutos estábamos conversando con una naturalidad inesperada. Primero de lo habitual: turnos, cansancio, la ciudad. Pero pronto nuestras palabras empezaron a abrir capas más profundas.
Él me preguntó cómo podía sostener dos vidas tan demandantes. Yo le conté que entre el fuego y la redacción existía una parte de mí que seguía buscando un equilibrio.
—No temo al fuego —le confesé sin pensarlo demasiado—. Lo desafío, porque allí descubro que todavía tengo algo por lo cual luchar.
Thorne me miró con una atención casi reverente.
—Yo estudio derecho por una promesa —dijo finalmente—. Alguien tiene que defender a quienes no pueden hacerlo por sí mismos.
Aquella frase se me quedó grabada. Vi en él no solo al hombre seguro que aparentaba ser, sino al que luchaba con sombras propias.
La guardia seguía su curso. Los demás reían, compartían anécdotas viejas, exageraban incidentes como siempre. Marina, la más joven del equipo, nos observaba con ojos curiosos. No dijo nada, pero su expresión contenía una intuición que me hizo sonreír con cierta incomodidad, sintiéndome expuesta y vulnerable.
El Capitán hizo una breve aparición para recordarnos que descansáramos. Todos asentimos con disciplina automática. Sin embargo, yo sabía que el sueño no tenía intención de visitarme pronto.