Diana fue la primera en irse de la fiesta en la madrugada, tras la amable sugerencia de su suegra de que las mujeres casadas deberían retirarse a descansar temprano. Era evidente que era una excusa para que ella se marchara.
Ella había dejado las cosas muy claras: Nunca serás la esposa de mi hijo. Él no podría amar a alguien como tú. Tienes la suerte de que nuestra familia no te haya rechazado en el altar.
Se esperaba que pronto se marchara de esa casa, una vez que Robert le entregara la carta de divorcio, y mientras tanto, comenzaba a sentir un creciente resentimiento por tener que seguir el juego de ser una novia feliz.
Por la mañana, las cortinas se abrieron como por arte de magia y una sirvienta entró con una bandeja en las manos, mientras Diana observaba sorprendida, ya que esa era su rutina diaria en casa, junto a todos sus hermanos.
—¡Buenos días, señora Lancaster! Le traigo su desayuno para que pronto nos acompañe al comedor y pueda conocer a nuestro personal.
Diana no tuvo tiempo de responder antes de que la empleada se marchara. Al voltear hacia la mesita de noche, vio una pequeña tortilla acompañada de huevo revuelto y un jugo de naranja.
Al ingresar al baño para cepillarse los dientes, experimentó una intensa sorpresa al contemplar la amplitud y la belleza del espacio. Su considerable tamaño, en comparación con su antigua habitación, resultaba asombroso. El baño se presentaba con un toque de elegancia, destacando una bañera de dimensiones similares a las de una piscina, rodeada de delicadas cortinas; además, contaba con un espejo que ocupaba gran parte de la pared, adornado con un marco que brillaba como el oro, y un sistema de ducha que nunca había tenido la oportunidad de observar antes.
Después de lavarse los dientes, decidió entrar a ducharse. Al presionar un botón en la pared, el sistema del baño se descontroló, provocando que el agua brotara de manera descontrolada y generando un grito en el amplio espacio.
Una vez que logró solucionar el percance, tomó una toalla y se dirigió de nuevo a su habitación, donde descubrió un vestido blanco sobre la cama acompañado de una nota que decía: Pronto habrá más en tu closet.
¿Se supone que esta nota era del señor Lancaster? Tenía una escritura hermosa y perfectamente elaborada.
—No creo que esto sea necesario; tengo ropa en casa de Andrés, donde se supone que debería estar en este momento —se dijo Diana para sí misma mientras admiraba el hermoso y delicado vestido de princesa.
Mientras terminaba de ajustarse el vestido, una mujer ingresó a la habitación. Sus tacones resonaban en el suelo con cada paso que daba; era una mujer adulta de cabello rubio y con ligeras arrugas bajo los ojos.
—Oh, querida, querida... ¿qué estás haciendo?
Diana interrumpió su labor de peinarse al notar la mirada desaprobatoria de la mujer.
—Estoy trenzando mi cabello, como siempre lo hago...
La mujer soltó una risa irónica y, tras un momento, respondió con seriedad:
—Debes cuidar de tu cabello. ¿Quieres que te critiquen el primer día como señora Lancaster por un peinado tan poco agraciado? No, no, no... Pero afortunadamente, ahora estoy aquí para ayudarte con todo.
—No es necesario... yo puedo hacerlo mejor, si me lo permites.
—No te preocupes, debo hacerlo, es parte de mi trabajo. Además, es un placer trabajar para la nueva señora Lancaster. Puedes llamarme Madam Marie. —Finalizó diciendo, aquella dama con acento francés.
La mujer llevó a Diana de regreso al baño y la acomodó frente al gran espejo, comenzando a realizar su magia con una gran variedad de productos a su disposición.
Primero, Madame Marie aplicó un tratamiento a su cabello descuidado, utilizando cada crema disponible. Era un masaje que relajaba por completo su cuerpo.
La última vez que Diana visitó un salón de belleza, casi pierde el color de su cabello debido a un error de la joven que la atendió. Afortunadamente, lograron solucionar el daño causado, y ella se había prometido no volver a ese lugar.
Casi nunca tenía tiempo para estas cosas porque, desde pequeña, era muy trabajadora y una buena estudiante. Sin embargo, al terminar la secundaria, tuvo que ayudar en casa junto a su madre, quien necesitaba apoyo para cuidar de ocho hombres.
Por supuesto hasta este año donde con esfuerzo estudiando de noche se iba a graduar dentro de unas semanas como profesora de literatura.
Sus mañanas eran terribles cuando necesitaba ir al baño y el hermano mayor se adelantaba durando un tiempo excesivo dentro este. La privacidad era algo que no existía en casa desde que tuvo su primer novio y terminaron debido a amenazas de los hombres de la casa.
Y ahora en un lujoso sitio como en cuento de hadas pudo por un momento cerrar los ojos y disfrutar la paz tranquilizadora que la rodeaban mientras una señora francesa trataba de reparar años de maltrato a su cabello.
Diana se despertó cuando Madam Marie le habló dulcemente al oído: Señorita Lancaster, es momento de despertar. Y cuando se vio en el espejo no tuvo aliento para expresar la sorpresa generada. ¡Era como una linda muñeca de porcelana! Su cabello nunca se vio tan lacio y su piel tan suave...
¡Vaya!, ¿cuántas horas transcurrieron? Se preguntó Diana, un momento después.
—Oh, Madam... ¿soy yo?
—Oui chérie. No se sorprenda, que usted es muy joven y hermosa. El caballero que la espera abajo va a quedarse sin aliento cuando terminemos.
Madam Marie, vio con una sonrisa, como la señorita se colorizaba cuando nombraba a su querido esposo el señor Lancaster, el hombre por el que todas estaban enloquecidas.
Toda la mansión estaba al tanto de que una campesina era la nueva señora, y aunque les costaba creerlo o aceptarlo, todos tenían el deber de someterse a la decisión del señor Robert.
En ese momento, dentro de ella surgió una nueva sensación al darse cuenta de que no era solo una chica de un suburbio mal arreglada ni la futura dueña de una granja, sino la señora Lancaster. Y si continuaba repitiéndoselo, tal vez, terminaría creyéndolo.
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Editado: 11.12.2024