Dolor.
Me ciega el vacío en el pecho, que no me permite pensar en nada más que en mi dolor, en mi pérdida. He sufrido varias veces en mi vida, cosas pormenores, pero nada se compara con lo que siento ahora.
Como si me hubiesen apuñalado y estuviera en los últimos minutos de mi vida, en los que solo puedo pensar en lo importante, en lo valioso, en lo perdido. Y tal vez así es. Estoy más muerta que viva, o al menos eso quiero yo, aunque no vale la pena pensar, no en este estado.
Rabia.
Esa ira creciente dentro de mi ser que parece como si quisiera explotar pero algo se lo impide, al contrario, me consume. Y sé que no podría hacer nada por más que quisiera, porque sería inútil, y eso solo logra detonar un sentimiento ageno a mí.
Venganza.
Porque también sé que no podré mantenerme serena mientras que alguien ha acabado con una parte de mí. Llorar no me va a servir de nada, solo me debilitaría más. Y yo tengo que ser fuerte, porque me lo prometí, porque él lo querría así, aunque me sea imposible.
Una llamada telefónica fue suficiente para que mi mundo se derrumbara, y que todos mis problemas fueran ignorados para concentrarse en uno. Cuando mamá entró en mi habitación desesperada a informarme de su muerte, fue como vivir una pesadilla, y el simple hecho de que no lo era fue lo peor de todo.
El golpe de realidad cuando ella me abrazó fue el detonante a mis lágrimas, a mi dolor. Y sabría que algún día pasaría, solo que esperé que ese día nunca llegara, y dolía, pero tendría que lidiar con ello, por su memoria.
Por mi padre.