Era una chica de esas que admiras. Aún la recuerdo como el primer día, con el pelo suelto y esos deseos de conquistar el mundo. No era como las demás, algo me lo decía. Era sencilla y excéntrica, alegre y melancólica, reservada y extrovertida. Combinaba lo opuesto de una forma tan maravillosa que llegué a pensar en una impostora. Nunca le importaron las malas opiniones, si no eran críticas constructivas, las evitaba. Se vestía de una manera simple y lucía hermosa aun cuando no seguía la moda ni usaba cosméticos. Sus ojos destellaban luz, fuego y ternura, cualquiera que cayera bajo su mirada podría perder la cordura.
La observaba de lejos, reparando cada uno de sus movimientos y tratando de encontrar su punto débil, pero al parecer no lo tenía, o no lo revelaba.
La amabilidad y dulzura eran su mantra. Ante lo mal hecho, aunque era exigente, nunca fue agresiva ni se creyó superior. Cada día iba a la cafetería más cercana, pedía un helado de chocolate y lo tomaba como si fuese la primera vez, con las mismas ganas. Se ilusionaba, cantaba a todo pulmón sin importarle que las miradas ajenas la evaluaran, bailaba, andaba descalza con tal de sentir el frío asfalto bajo sus pies, le encantaban las películas de terror e ir al cine los domingos.
Un día no la volví a ver, dicen que se fue a perseguir sus sueños, en vez de sentir su ausencia me alegré, pues eso es ser valiente: dejar todo lo conocido atrás por lograr lo que quieres, arriesgarte, vivir, sentir, no dejarte derribar por los demás, luchar por tus sueños.