Era inevitable, los días lluviosos le recordaban su suerte en el amor. No se consideraba una persona de relaciones serias, hace mucho tiempo había dejado de creer en los cuentos de hadas, en el príncipe azul que rescataba a la princesa en apuros, o en los seres mágicos que contribuían al típico: ''y vivieron felices por siempre''. Su realidad era más cruda.
De pequeña le encantaba creer que encontraría su final ideal, con la persona que ganara su corazón. Se podría decir que muchos llegaron a su vida, pero todos destiñeron y, tarde o temprano, terminaban decepcionándola, dejándola sola, de ahí que no creyera en esos clichés.
Pero eso no impidió que, mientras observaba el aguacero torrencial desde el interior de aquel bar, se sintiese insegura de lo que estaba a punto de hacer.
Meses atrás, en una de sus visitas al zoológico, lo conoció. Estaba admirando la belleza de las aves cuando sintió el clic de una cámara, volteó a ver y entonces sus ojos se encontraron. Era un chico de esos que desprendían alegría y optimismo hasta por los poros de la piel, de charla agradable y ojos llenos de sueños. No supo por qué, pero de repente sus encuentros se fueron haciendo más frecuentes. Después de las decepciones que había sufrido, no salía con la misma persona más de dos veces, pero no pudo resistirse: quizás fue porque compartían gustos y aspiraciones, porque siempre se mostró atento o porque nunca la invitó a un motel después de solo hablar diez minutos, porque la miraba con respeto y cariño.
Todo parecía perfecto, hasta que comenzó a verlo diferente, de repente no quería tenerlo en frente tres días a la semana, sino los siete, soñaba con su risa en las noches, olía su perfume, extrañaba su voz y, tanta era la impotencia por no aceptar lo que sentía que muchas veces, para minimizarla, se sentaba a llorar en un rincón de su habitación. Entonces tomó la decisión: le diría que no podían seguir encontrándose.
Y ahí estaba, esperando que llegara a la cita, con los nervios de punta. Tanta era su aflicción que no notó cuando la puerta del local se abrió, mucho menos cuando una mano suave le recorrió la espalda, solo fue consciente de la presencia del muchacho cuando se sentó a su lado.
Se saludaron con un: buenas noches, y el silencio se instaló en el ambiente. Cuando por fin logró calmarse un poco y abrió la boca para comenzar la explicación, su acompañante la hizo callar y, con un volumen de voz bajo, íntimo, le explicó que se imaginaba los motivos del encuentro. Luego sacó una foto de su bolsillo y se la mostró, en la imagen aparecía ella, mirando las aves con asombro y dulzura al mismo tiempo. Le explicó que, cuando se conocieron, pasaba de casualidad por esa sección del zoo y, al verla, no pudo resistirse a los impulsos de tomar su cámara y captar la esencia del momento, que había visto lugares y mujeres hermosas, pero nada se había comparado con lo que sintió en aquel instante en el que supo que había encontrado lo que tanto buscaba: alguien que lo ayudase a resolver el rompecabezas de su interior, le confesó que la quería y no pensaba dejarla huir.
De repente, todo cambió y ella lo supo, sonrió a modo de aceptación mientras depositaba un dulce beso en la mejilla del muchacho. Su corazón y su mente le decían que le diera una oportunidad y, en su estómago, miles de mariposas comenzaron a revolotear de amor.