La diversidad existe, obviarla sería tan imposible como pensar que se puede vivir sin respirar. Sin ella no hubiesen distintos tipos de ropa, alimentos, libros y todo cuanto a lo material se refiere, a pesar de esto, nos cuesta creer que ese adjetivo se aplica también a las personas.
Nos hemos creado una visión de masculinidad y feminidad muy torcida, tanto que, desde que nuestros hijos son pequeños, se la enseñamos: ''si la niña quiere jugar al fútbol, lo tiene prohibido, para ella se hicieron las muñecas y los juegos de casitas; si el niño desea ayudar a su madre a limpiar, que ni lo piense, un hombre no puede hacer cosas tan blandengues''. Así de retrógradas están las ideas.
Tomamos actitudes groseras y nos burlamos de los que no cumplen con nuestra definición de normalidad. Despreciamos a esa mujer que tiene voz gruesa y se viste con jeans y pulóver ancho, o a ese señor cuyo andar se acerca más al estilo de una dama. Nos volvemos jueces y condenamos a los que tengan una orientación sexual distinta, o a los que posean una forma de expresión que rompa con lo tradicional.
Ahora me pregunto qué importa eso si, al fin y al cabo, todos somos humanos, cada cual elige cómo se siente mejor o a quién querer, así como tú tienes tu género musical preferido, ellos tienen sus gustos particulares. ¿Es un pecado amar, serte fiel a ti mismo o mostrarte como realmente eres? Estoy segura que no.
Quizás ya sea hora de que aprendamos más a respetar, de que no sentenciemos lo diferente, de que sepamos convivir; así tal vez evitaríamos que los colores de algunos se opaquen y nos acercaríamos más al significado de la palabra aceptación.