(Narra Alina)
El Capitán Gregorio Galeana nos mira con el ceño fruncido parado debajo del marco de la entrada principal. Aprieto el morral con más fuerza con mi corazón aporreando mi pecho. Ahí está él. Es más alto de lo que recordaba, esta es la primera vez que lo veo de cerca, jamás había apreciado sus facciones tan marcadas, resulta incluso más intimidante a esta distancia. Antes solo lo había visto pasando a toda prisa con su Unidad elite hacia alguna misión por los pasillos del Ministerio del Orden o en el Centro de Acondicionamiento Físico entrenando con sus hombres; nunca así, tan cerca, en el umbral de su propia casa. Puedo apreciar sus músculos bien definidos a travez de su uniforme negro de Caimán, realmente es muy fuerte. Clavo la mirada al suelo, apabullada por sus penetrantes ojos color azul, su mirada quema como fuego.
—Capitán, buenas noches —saluda la Nana Margarita.
—¡Silencio! —grita el Capitán.
La Nana Margarita abre los ojos como platos, anonadada. Le toma unos segundos darse cuenta de que la orden era para el perro que ladra detrás de su dueño.
—Entra, ¿estás esperando una maldita fiesta de bienvenida? —dice el capitán mirándome fijamente.
Niego con la cabeza rápidamente, el capitán se hace a un lado para dejarme pasar, camino al interior tímidamente y escucho a la Nana despedirse en ese momento.
—Larga vida al Buen Régimen —dice claramente ofendida por la rudeza de Galeana.
—Larga vida... —comienza a decir el capitán antes de cerrar la puerta en su nariz.
Una vez dentro, me encuentro cara a cara con el autor de tanto ladrido: un bóxer atigrado de quijada prominente. El perro gruñe al verme en el interior de su hogar e instintivamente doy un paso hacia atrás lo cual hace que choque de espalda contra el capitán.
—No va a hacerte daño y más te vale no hacerle daño tú a él o te las veras conmigo —me amenaza de mala gana—. Goyo, tranquilo.
El perro se acerca a mí con cautela, sus orejitas están echadas hacia atrás. Una vez que tengo al animal lo suficientemente cerca, le extiendo mi mano para que pueda olerla. El perro comienza a olfatear con curiosidad y rápidamente se para sobre sus patas traseras meneando su rabo y se recarga sobre la bolsa amarilla que aún sostengo sobre mi pecho. Creo que le agrado, creo que me él agrada a mí también.
—Abajo, Goyo —ordena el capitán y el perro hace exactamente eso—. Sígueme —dice antes de dirigirse escaleras arriba.
Supongo que se refiere a mí así que lo sigo al piso superior hasta la recámara principal. Aprieto mis labios con fuerza mientras recorro la habitación con la mirada, no puedo evitar los escalofríos que recorren mi cuerpo. El perro nos sigue al interior.
—¡Fuera! —ordena el capitán y el perro da la media vuelta de inmediato.
Su grito hace que me sobresalte, tengo la boca seca y el estómago comprimido. Clavo los ojos al suelo aterrada. Estamos solos y sé lo que va a pasar a continuación.
—Deja tus cosas ahí —me indica señalando el buró del lado izquierdo junto a la cama.
Hago lo que me dice intentando pasar lo más lejos de él posible y sin alzar la mirada.
—¿Entiendes tus deberes aquí y lo que se espera de ti? —me pregunta sin suavizar su tono.
Asiento sin dejar de mirar el suelo.
—Maldita sea, ¿eres muda? —pregunta exasperado.
—No... —digo de manera casi inaudible—, sí entiendo, capitán.
—Más te vale no quebrantar ninguna regla, yo tengo tolerancia cero con los errores —me advierte.
—Sí, capitán —respondo en voz baja.
Por primera vez me atrevo a alzar la mirada, el capitán está parado frente a mí, pero no me mira, frota sus sienes con fuerza como si tuviera jaqueca, parece extremadamente molesto, indeciso o ambas.
—Maldición, ya qué...—farfulla enojado.
De una zancada acorta la distancia entre nosotros y me toma del brazo para arrojarme bruscamente sobre la cama. Caigo sobre mi pecho en el colchón. Antes de poder girar mi cabeza para mirarlo siento su musculoso cuerpo sobre mí. Aprieto la sabana con fuerza entre mis puños cuando él jala mi ropa interior por debajo del vestido. Después sube mi falda hasta descubrir mi trasero y con sus rodillas me obliga a separar las piernas. Mi sangre se congela al sentir su aliento sobre mi nuca; hago mi mejor esfuerzo para contener las lágrimas, pero no lo logro. De pronto, Galeana se levanta de la cama.
—No... no puedo hacer esto... —musita con la respiración agitada mientras camina de espaldas lejos de la cama—. Yo... solo... debo irme.
Escucho los pasos del capitán salir de la habitación. Limpio mis lágrimas y volteo hacía la puerta. Estoy sola. Rápidamente me cubro con las sábanas, lo cual me da una sensación momentánea de seguridad aunque sigo temblando. No tengo idea de por qué se detuvo, solo sé que me alegra que lo haya hecho. Conforme pasan los minutos me inquieto más y más, temo que el capitán cambie de opinión y decida regresar a terminar lo que empezó. Pero los minutos se vuelven horas y el capitán no regresa, comienzo a adormilarme. Esta es la primera vez que estoy sobre una cama en tres semanas y había olvidado lo cómodas que son. Mis párpados se sienten pesados, a pesar de que intento mantenerme alerta en caso de que él vuelva, finalmente me quedo profundamente dormida.