El sonido de la alarma desgarró la paz como una cuchilla invisible. Judith se incorporó de golpe, con el corazón martillándole el pecho, como si algo la hubiera arrancado de un lugar al que no quería renunciar. Su respiración aún estaba agitada. En su mente, el nombre seguía flotando como una hoja en el agua: Lucien.
Pasó una mano por su rostro, intentando aterrizar del todo en la realidad. Pero su cuerpo aún se sentía allí, en ese lugar que no podía nombrar. Las imágenes eran borrosas: libros, lluvia, fuego titilante. Y él. Alto, pálido, con ojos que parecían saber más de lo que decían.
Se quedó sentada al borde de la cama, tratando de ordenar sus pensamientos. No era el primer sueño extraño que tenía, pero sí el primero que se sentía tan... real. Como si hubiera despertado de algo más verdadero que el mundo que la rodeaba.
Fue al baño, aún medio dormida, y se miró en el espejo con el cabello mojado por el vapor de la ducha. Se detuvo. Sus ojos estaban ligeramente enrojecidos, pero no por haber llorado: era el cansancio. Y, sin embargo, había algo más. Algo que no sabía cómo nombrar. En su reflejo, por un instante fugaz, creyó ver la misma mirada que Lucien le había devuelto en el sueño. Esa sensación de ser vista completamente.
Suspiró. No había tiempo para ensoñaciones.
En el trabajo, dobló la misma pila de jeans dos veces porque la primera vez lo hizo sin pensar. Los clientes entraban y salían, los relojes parecían moverse más lento. Todo era repetición, una cinta que giraba sin descanso. Excepto por ese rincón secreto en su memoria: el de la sala de piedra, el fuego, la voz.
En la tienda de ropa, el día avanzaba con el mismo ritmo gris del cielo. El frío invernal se colaba incluso entre los estantes, burlando la calefacción. Judith se encontraba reorganizando una fila de abrigos cuando una voz familiar, llena de energía, irrumpió como un rayo de sol.
-¡Llegó la alegría de tu día, amiga!
Judith sonrió antes incluso de girarse. Marian acababa de entrar, luciendo como siempre: colorida, audaz y desbordante de vida. Llevaba una boina fucsia, una bufanda mostaza que hacía juego con sus uñas pintadas de turquesa y unos guantes sin dedos que ella misma había tejido.
Marian era un torbellino de palabras y ocurrencias, de esas personas que convierten cualquier conversación en un espectáculo. De cabello castaño claro y ondulado, piel bronceada por el sol de tantos veranos en la playa, y una estatura apenas menor que la de Judith, su energía desbordaba el espacio. Tenía una risa contagiosa, y hablaba con las manos como si narrara óperas invisibles.
Se conocieron en la tienda meses atrás y, desde entonces, se volvieron inseparables. Donde Judith era introspección, Marian era caos creativo. Era quien la animaba a salir, a reír, a recordar que aún podía disfrutar de la vida incluso en tierra ajena.
Marian se acercó con una sonrisa cómplice y le colocó un gorrito de lana sobre la cabeza a modo de juego.
-¿Qué hiciste anoche? Estás con cara de no haber dormido ni dos horas.
Judith rodó los ojos.
-Dormí... pero soñé cosas raras -respondió, distraída, mientras acomodaba las mangas de los abrigos con más fuerza de la necesaria.
-¿Raras tipo "estoy desnuda en el colegio" o tipo "vivo en un universo paralelo"? -bromeó Marian, dándole un empujoncito amistoso.
Judith rió un poco, bajando la mirada. Dudó un momento.
-Estoy soñando con alguien -confesó al fin, con tono más serio.
Marian alzó las cejas, sorprendida. Se apoyó contra el estante.
-¿Alguien real?
Judith negó con la cabeza.
-No. Alguien que aparece en mis sueños. Siempre es el mismo. Se llama Lucien.
-¿Te lo dijo?
-Sí. Ayer por la noche. Estábamos en una sala antigua, llena de libros y velas. Me habló con una voz que... que me atravesó. Como si ya me conociera.
Marian entrecerró los ojos, divertida.
-¿Y cómo es él?
Judith se mordió el labio, pensativa.
-Es como si Damon Salvatore hubiera leído poesía toda su vida y arrastrara siglos de soledad. Es perturbador, pero me da paz. Aunque también me da miedo.
-¿Miedo de qué?
-De no poder dejar de pensar en alguien que tal vez no existe -dijo Judith con una risa suave, nerviosa.
Marian se cruzó de brazos, más seria ahora.
-O de que sí exista.
Judith se quedó callada, procesando lo que su amiga había dicho. El silencio entre ambas fue breve, pero denso.
-¿Y si ese Lucien es algo más que un sueño? ¿Un mensaje de tu subconsciente? ¿Una parte de ti misma que intenta decirte algo?
Judith bajó la mirada.
-Tal vez... o tal vez solo es lo que necesito para no sentirme tan sola -susurró.
Marian no dijo nada. Se limitó a darle un apretón en el brazo y le sonrió.
Esa noche, Judith preparó algo ligero para cenar: pan con palta y una taza de infusión. Mientras se acomodaba en la cama con la manta hasta el cuello, hizo una videollamada rápida a sus padres. La conexión no era buena, pero logró ver el rostro de su madre, cansado pero sonriente. Le preguntó cómo seguía la tos, si había tomado los remedios. Su padre entró en plano con su humor seco de siempre, haciendo que Judith riera con un poco más de ganas.
Al colgar, se quedó un momento mirando la pantalla en negro. Luego abrió su cuaderno. Un cuaderno de tapas azules que usaba desde niña para escribir cosas que no podía decir en voz alta.
"Lucien," escribió.
"No sé si eres real. Pero hoy te sentí más que nunca."
Se recostó con el cuaderno sobre el pecho. Cerró los ojos. Deseó encontrarlo otra vez en el sueño. Y cuando lo hizo, ya no fue con la misma incertidumbre. Esta vez, lo estaba esperando.
---
Allí estaba otra vez.
La sala no había cambiado. Las paredes de piedra antigua se alzaban majestuosas, cubiertas de estanterías repletas de libros encuadernados en cuero desgastado. La chimenea seguía encendida, sus llamas crepitaban con una cadencia hipnótica, proyectando sombras danzantes en las superficies. Las velas titilaban como si respiraran, y el aire olía a leña húmeda, lavanda envejecida y un toque de humo dulce. Era un aroma que Judith no reconocía, pero que sentía intensamente familiar. Como si ya hubiera estado allí antes. Como si ese lugar le perteneciera.