Él apagó la televisión y se quedó en silencio por un momento, sintió el suave peso de la soledad que crecía cada vez más, recordó a su gato, ese malagradecido que desapareció un día sin dejar rastro, y sonrió sin motivo alguno, quizá porque no podía hacer otra cosa. Tomo aire y bostezó viendo el techo, no lo incomodó la presencia de su vieja amiga, esa ausencia que siempre lo atacaba, pero ya estaba acostumbrado. Poco a poco empezó a llorar sin emitir sonido alguno, había descubierto algo de sí mismo en ese momento: no había nadie que se acongoje por su muerte.