Cuentos de papel

1| Café agrio y azúcar glas

CAFÉ AGRIO Y AZÚCAR GLAS

 

El café está agrio. Le he echado azúcar y leche, y se lo ha tragado como un agujero negro se traga la luz de las estrellas. Y al igual que los agujeros negros quieren que todo sea oscuridad y que la luz no exista a su alrededor, el café agrio no quiere que lo dulce esté presente en su interior, y por eso lo ha transformado en material agrio al paladar. Y aun así, me obligo a beberlo, traguito a traguito, hasta el punto que solo llevo la mitad y ya sabe a agua agria y está frío.

Pero sigo bebiendo. Lo cojo, miro por la ventana y bebo otro sorbo. Nieva. Y aunque llevo auriculares puestos, puedo escuchar el sonido del viento, y puedo ver los copos de nieve que caen como gotas de agua, y observo como se doblan las ramas de los árboles del parque de más allá y me encanta ver que los tejados de la urbanización de enfrente están completamente blancos, como si alguien los hubiera rociado con azúcar glas y pensara comerse unas galletas con forma de casas, y adoro ver el jardín cubierto de un blanco suave y blando, y las hamacas que hace dos días estaba usando para tomar el sol repletas de virutas de chocolate blanco, y los columpios y el tobogán del parque, que está clausurado, encuadernado de blanco, y el blanco que salpica la hierba y la copa de algunos árboles más pequeños y que no se mueven tanto.

Doy otro sorbo al café, solo para averiguar que la espuma se ha fundido y que el marrón claro sigue agrio y aguado. Pero bebo igualmente, y ya me queda menos para no volver a tomarlo en la vida, porque sabe horrible y está agrio. Me habían prometido que estaba rico, que sabía bien, por supuesto que sí, es el descafeinado más rico, y yo me lo creí, y ahora, cuando lo bebo, no saboreo nada más que el sabor amargo del café y no encuentro los retazos del azúcar y la leche que le he echado para que supiera mejor y que está claro que no ha servido para nada. No entiendo como hay gente que puede llegar a tomarse, dos, tres, y hasta cinco cafés al día, como mis padres, que se toman uno en el desayuno, otro en el almuerzo, otro en la comida, y otro más después de comer, porque así son ellos. Y ayer, cuando trajeron la caja de Nescafé con todos los rectángulos de distintos colores y estampados bonitos, había las suficientes cajas como para pasar toda la cuarentena, aunque durara seis meses. Aunque, conociéndolos, es posible que se les acabara antes.

Vuelvo a coger la taza, y cuando vuelvo a dar otro sorbo, arrugo toda la cara, porque el sabor amargo nunca me ha gustado y me está empezando a doler todo el estómago por culpa del café, pero ya solo me queda un cuarto, tres, quizás cinco sorbitos, y habré acabado la taza. Yo, No Importa Mi Nombre, juro solemnemente, en pleno uso de mis facultades mentales y mis papilas gustativas, que no volveré a probar otro café a no ser que esté recubierto de azúcar glas y realmente lo necesite. Y, para colmo, al ser descafeinado, porque no me han dejado tomar otro, sigo teniendo sueño, así que además de saber mal, el café es inútil, y no entiendo cómo es que tengo amigas que no pueden vivir sin él, porque está realmente detestable.

Pero lo remuevo con la cucharilla y bebo otra vez, y será que ya me he acostumbrado al sabor, pero esta vez no me sabe tan mal, aunque el interior de mi boca sigue contrayéndose, como si quisiera alejarse todo lo que pudiera de ese brebaje marrón que ha perdido todos sus poderes de seducción, y esta vez, el tiempo que pasa entre un sorbo y otro, no es tan largo, porque vuelvo a beber e ignoro la leve presión que siento en la boca del estómago. Y esta vez, aunque siento las náuseas preparándose para subir en cualquier momento por mi garganta, el trago que doy es más largo, y el sabor amargo sigue muy presente en mi paladar, pero ahí está, y lo acepto, aunque note un burbujeo cosquilleante en la boca y las encías.

Vuelvo a mirar por la ventana y veo al autobús que pasa cada media hora en la última parada, preparado para salir en cualquier momento a hacer su recorrido sin personas, porque estamos todos encerrados en casa, sin poder salir, y no le veo el sentido a que el autobús siga funcionando. Siento pena por los conductores, que preferirán estar en casa con su familia que conduciendo una chatarra de metal sin nadie dentro, arriesgándose a que cualquiera que suba les pegué el coronavirus, pero no puedo hacer nada por evitarlo así que me centro en el azúcar glas de los tejados de las casas y recuerdo los vítores y aplausos que salen de ellas todos los días a las ocho de la tarde, para animar a los médicos y los sanitarios en la guerra en tiempos de paz que estamos librando, tiempo durante el que siempre me pregunto si habrá algún médico por aquí que pueda escuchar las ovaciones o estarán todos en el hospital que entra en la ruta del autobús que ya se ha ido a recorrer las calles del pueblo en un bucle infinito. Además, de que en mi urbanización son todos unos sosos, mi familia incluida, porque los aplausos vienen de enfrente y nunca de al lado, y tampoco tenemos a gente que cante, o juegue, o toque, o esas cosas que están poniendo todo el día en las noticias para animar a la gente, porque aquí eso no pasa.

Así que ignorando los retortijones que empiezan a formarse en mi vientre, cierro los ojos y le robo valor a los pliegues de mi cuerpo, e intentando olvidar la sensación y el sabor del café agrio, bebo otro sorbo. Venga, ya queda menos, me digo mentalmente para darme ánimos. La siguiente vez, me lo habré terminado, aunque ahora esté haciendo una mueca de desagrado y mi lengua me esté odiando. Vuelvo a mirar más allá de mi habitación y el jardín de mi casa y me centro en todo lo lejos que me llega la vista, que son las casas de azúcar glas, y veo la silueta de una persona que sale a la calle abrigada hasta los dientes y sin excusa aparente, y luego veo a otra, encorvada sobre el suelo, con un abrigo rojo, o puede que sea una mujer incorporada con un paraguas rosa, que sí que tiene excusa, porque lleva a un perro amarillo cogido de la correa. Es una de las privilegiadas que pueden salir fuera de sus casas estos días. Me paro a pensar en lo curioso que resulta que, gracias al estado de alarma, las obligaciones y tareas que nadie quería hacer —como sacar la basura, pasear al perro o ir a la compra— sean ahora las cosas por las que todo el mundo pelea para ver quién puede hacerlas. El sábado mi madre dijo que iba a ir a sacar la basura y tanto mi hermano como yo gritamos que nosotros también queríamos, y nos turnamos los tres para sacar cada uno una bolsa de basura, envueltos en guantes para no tocar nada. Y fue una de las mejores experiencias de mi vida, porque salté y corrí bajo una luna creciente que brillaba como nunca antes y bajo un cielo que estaba más estrellado que nunca, y como no hacía frío, me dieron ganas de acurrucarme en mitad de la calle y disfrutar de la poca libertad y aire fresco que había recuperado. Volví a casa jadeando y con la sonrisa más grande que había tenido nunca, porque ojalá pudiera haber salido todas las noches, pero en mi casa el único que sale es mi padre y todos los demás nos resignamos a nuestro encarcelamiento, que, en realidad, no está tan mal, porque ya éramos caseros desde antes, pero cuando te obligan a ello no hace tanta gracia.




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