Cuentos Hórridos

Eisoptrofobia

Las relaciones entre hermanas a veces son engorrosas, sobre todo si la que no es madre debe cuidar al hijo de la otra. Así le pasó a Maricruz, que con muy poco tacto para los infantes tuvo que hacerse cargo de Carlitos. Pero aquel, por fortuna, no tenía la fama de ser problemático.

Una madrugada, sin embargo, el pequeño entró a la habitación de Maricruz y le movió el hombro para despertarla.

—Tía Mari —insistió—. ¡Tía Mari!

—¿Qué pasó? —preguntó Maricruz, irritada—. ¿Qué quieres?

—Hay un niño en mi espejo.

—¿Cómo que un niño en tu espejo?

—Sí, y se la pasa mirándome desde allí. Se parece a mí.

—Querido, es tu reflejo.

—¡Ven, tía! ¡Por favor!

Había autenticidad en el miedo de Carlitos. Maricruz se levantó y siguió a su sobrino hasta la otra recámara, mientras gruñía sin consideración. Apenas cruzó el umbral encendió la luz y se acercó al espejo, donde se paró frente a este y le señaló.

—¿Ya ves? No hay nada. Es otra de tus pesadillas.

—Pero yo lo vi.

Carlitos insistió en que un niño le miraba por ahí, como si de una ventana se tratase. Maricruz lo volvió a acostar y, como su hermana hacía en estos casos, lo convenció de que todo era un mal sueño. Pero antes de regresar a su propia cama, Maricruz se mostró indulgente y cubrió el espejo con una sábana. Y aunque Carlitos no parecía satisfecho con la solución de su tía, decidió volver a acostarse sin más.

Al día siguiente hablaba consigo misma, en tanto doblaba la ropa del pequeño y la introducía en los cajones de la cómoda. El pequeño Carlos se había despertado con una nueva actitud, y había ido a la escuela sin recordar sus terrores nocturnos.

«Valeria lo tiene bien consentido —se decía—. Seguro quería conseguir algo.»

Sacó otra prenda y comenzó a doblarla, y, antes de dirigirse a la cómoda, escuchó unos golpecitos en el espejo. Se hizo de muchas ideas y hasta sintió una opresión en el pecho, pero su raciocinio no tardó ni dos segundos en volver. De seguro los vecinos eran los culpables, pensó, pues a las casas las separaba un solo muro. Es normal escuchar ruidos así, se dijo.

Sin embargo, Maricruz se acercó al espejo y quitó la manta. En la superficie del cristal descubrió manchas traslucidas y blancas como es normal en un espejo sucio, pero una vez que observó bien aquellas marcas, se dio cuenta de que no eran tallones comunes, sino manecitas de niño. Estaban por toda la parte inferior.

«Pinche escuincle. Ahora el méndigo ha de estarse burlando de mí.»

Cuando Maricruz lo acostó en la noche, ya con el espejo cubierto con su respectiva sábana, quiso evidenciar la molestia que le provocaban sus mentiras. Pero, justo cuando estaba por sincerarse con él, Carlitos volvió a su mal comportamiento.

—No quiero dormir solo.

—Cariño… —Suspiró con cansancio—. Deberás aprender a dormir solo. Ya no tienes una cuna en la que puedas dormirte en la habitación de los adultos.

—Es que tengo miedo.

—Te has portado muy mal, Carlitos. Ya descubrí tus mañas. Has puesto las marcas de tus manos en el espejo para que yo creyera que hay un fantasma allí, ¿verdad?

—¡No es cierto!

—Es inaceptable. Ya no estás en el kínder como para creer que me vas a engañar.

—Es ese niño que me mira. Quiere salirse de allí.

—Ya párale, Carlitos. —Se levantó—. Quizá a Valeria te la haces mensa para no dormirte solo, o le haces berrinches para ganártela, porque sabes que es muy sensible, pero a mí no me engañarás, ¿eh? Duérmete ya. No estoy para escuchar tus juegos.

Ya solo quedaba uno o dos días para que Valeria viniera a su casa por él y se lo llevase. Pronto estaría sin la compañía de nadie, y menos de escuincles fastidiosos. Cómo odiaba a los niños.

Una vez se hubo metido en su cama, Maricruz se sobresaltó al oír una serie de gritos y golpes. Creyó que sería conveniente ir a ver, aunque fuese una trastada más.

Recorrió el pasillo, confundida, mientras escuchaba los ruidos.

—¡Quédate allí! —decía Carlitos—. ¡Maldito! ¡Que te quedes allí te digo!

—¡Carlos! —gritó Maricruz, antes de llegar al picaporte—. ¡¿Qué fregados tienes ahí?

Enseguida, el estallido de un vidrio la alarmó y empujó la puerta. Apretó el interruptor y se encontró con el dichoso espejo, cara al suelo, con todos sus trozos desperdigados sobre la alfombra. En un rincón de la habitación se hallaba Carlitos, que abrazaba sus rodillas y miraba el desastre mientras titiritaba. Maricruz no quiso regañarlo, más bien se sintió conmovida y culpable. Se acercó a él, se arrodilló para estar a su altura y lo abrazó hasta que se le pasara el impacto.

—¿Qué tienes? ¿Qué pasa? —volvió a preguntarle—. ¿Fue el niño del espejo?

—Sí…

—¿Te molestaba?

—Quería salirse otra vez. Empujaba la cobija, pero yo se lo impedí. Cargué el espejo con toda mi fuerza y lo rompí para que no saliera.




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