Me despierto con esa sensación de que algo está mal. No el tipo de mal que implica un incendio o un robo, sino el tipo de mal que se siente cuando sabes que el universo está conspirando en tu contra.
La razón de esta paranoia no tarda en aparecer. Estoy terminando mi café de la mañana cuando escucho un miau muy cerca. Demasiado cerca. Giro lentamente hacia la ventana, como si fuera una escena de película de terror. Allí está.
Un gato negro, pequeño y con una mirada de superioridad que ni yo podría igualar, está cómodamente sentado en el borde de mi balcón, observándome como si yo fuera su entretenimiento matutino.
—¿Quién demonios te invitó? —le digo, como si esperara que me respondiera.
El gato inclina la cabeza, curioso, y luego comienza a lamerse una pata como si yo no existiera. Perfecto. Esto no puede ser casualidad. Las probabilidades de que un gato negro random decida instalarse en mi balcón son las mismas que tengo de ganarme la lotería: nulas.
Me acerco lentamente, intentando que no se asuste, porque lo último que quiero es que el maldito salte y tenga que explicar un "incidente felino" a mis vecinas. Sin embargo, antes de que pueda agarrarlo, escucho un golpe en mi puerta.
—¡Enzo, abre! ¡Es urgente! —grita una voz que reconozco al instante. Paulina.
Suspiro. Claro que es urgente. Todo en el mundo de Paulina parece ser una emergencia. Camino hasta la puerta y la abro con desgana. Allí está ella, con su moño perfectamente desordenado, sosteniendo una caja de cartón vacía y con una expresión de alarma que parece sacada de una telenovela.
—¿Qué pasa ahora? —pregunto, intentando sonar más aburrido que irritado.
—¿Has visto a Stitch? —pregunta con un tono dramático.
—¿Quién?
—Nuestro gato. Stitch. Es negro, pequeño y adorable.
Ah. Todo encaja. Miro hacia el balcón, donde el supuesto Stitch sigue limpiándose como si tuviera una cita importante más tarde. Paulina me sigue la mirada y suelta un grito.
—¡Ahí está! ¡Stitch, bebé, ven con mamá! —dice, y antes de que pueda detenerla, se mete en mi departamento como un huracán.
—Claro, adelante, entra. No te preocupes por los límites personales ni nada, no es como si yo viviera aquí o algo así.
—Gracias, Enzo, eres un encanto —dice con una sonrisa rápida antes de lanzarse hacia el gato.
Stitch, evidentemente acostumbrado al drama, salta del balcón al interior de mi sala y se esconde debajo del sofá. Paulina, decidida, comienza a gatear para alcanzarlo, mientras yo solo observo con una mezcla de irritación y fascinación por su falta absoluta de vergüenza.
—¿Esto es normal para ustedes? —pregunto, cruzándome de brazos.
—¿Qué cosa? —responde desde el suelo.
—Que tu gato se escape. Que invadas propiedades ajenas. Que conviertas mi mañana en un episodio de "Vecinas Desquiciadas".
Ella se asoma desde debajo del sofá con una sonrisa que no tiene derecho a ser tan encantadora.
—Stitch es un espíritu libre. Pero tranquilo, esto no pasa tan seguido.
En ese momento, se escucha otro golpe en la puerta. Suspiro. Por supuesto, el circo no estaría completo sin más integrantes. Abro la puerta para encontrar a Verónica y Lorena, ambas con cara de preocupación exagerada.
—¿Ya encontró al bebé? —pregunta Verónica.
—Está debajo de mi sofá —respondo, seco.
Lorena, con su tono siempre sarcástico, levanta una ceja.
—¿Debajo de tu sofá? Qué interesante. ¿No estarás intentando quedártelo, Enzo?
—Sí, claro. Siempre soñé con adoptar un gato fugitivo que viene con un trío de humanas ruidosas como paquete adicional.
Paulina emerge triunfante, con Stitch en brazos, ronroneando como si nada hubiera pasado.
—¡Lo tengo! Gracias, Enzo. Sabía que podía contar contigo.
—¿Contar conmigo? No hice nada. De hecho, ¿puedes contar conmigo para nunca más meter un pie aquí?
—Oh, vamos, no seas así —dice Verónica, riendo mientras entra también a mi sala sin permiso. Lorena la sigue.
—Genial, adelante, conviértanlo en su sala de estar. ¿Quieren café también?
Paulina sonríe, ignorando mi tono.
—Eres más amable de lo que aparentas, Enzo. Por eso Stitch te eligió.
—No me eligió. Me invadió.
—Es lo mismo —dice Lorena, encogiéndose de hombros.
Y así, mientras las tres vecinas comienzan a inspeccionar mi sala como si estuvieran en una visita guiada, me doy cuenta de algo: estoy condenado.
—¿Sabes qué, Enzo? El café no suena mal —dice Verónica, acomodándose en mi sillón como si fuera suyo.
—Claro, porque lo que mi mañana necesitaba era convertirme en el barista del club de vecinas.
—No seas así, Enzo. Es el mínimo gesto de cortesía después de todo el drama con Stitch —dice Paulina mientras acaricia al gato, ahora cómodamente instalado en sus brazos, como si fuera el rey del lugar.
—Sí, y ni siquiera somos tan exigentes —agrega Lorena, recostándose con un aire despreocupado—. Aunque, si tienes café colombiano o etíope, sería genial.
—¿Sabes qué más sería genial? Que se fueran.
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Editado: 09.12.2024