El hombre de negro
El hombre de negro buscó apoyo en la pared de piedra, suspiró y llevó su mano hasta su frente. Estaba ardiendo. El pasillo oscuro se extendía delante de él, pero sus ojos bien acostumbrados a la penumbra le dolían por la fiebre. Aun así, el hombre de negro siguió avanzando, si se esforzaba un poco más, pronto estaría bien.
Caminó despacio, procurando mantenerse bien oculto en las sombras. Lo último que necesitaba era hacerse notar, que alguien lo viera en aquella penosa condición. Disfrutaba de la tranquilidad de la noche solitaria, esperaba que toda esa calma se mantuviera durante todo el tiempo posible. Una vez estuvo en su habitación, su boca se curvó en una sonrisa satisfecha y se arrastró hasta su cama. Se dejó caer con suavidad, ignorando el ardor en la piel al rozar su colchón.
Cerró los ojos.
Se despertó un par de horas después, la confusión nublando sus sentidos. Sobresaltado por los ruidos fuera de su cuarto, se puso de pie. Los sonidos eran más bien murmullos desesperados, el hombre de negro sintió la necesidad de saber lo que ocurría cuanto antes. Se cubrió con la capa más oscura y grande que tenía, asegurándose que no dejara ninguna parte de su cuerpo al descubierto y se caló la capucha, de modo que solo sus ojos pudieran verse. En esas horas de sueño, la fiebre parecía haber bajado un poco, quizás lo suficiente para dejarse ver por fin. Trató de recordar cuánto tiempo había pasado desde la última vez que vio a sus sirvientes; sin embargo, en los últimos días, el tiempo se había vuelto en algo confuso. No podían ser más de cuatro días, el tiempo que llevaba sintiéndose enfermo.
El hombre de negro siguió la voces de los sirvientes hasta la sala principal de la casa. A medida que se acercaba, la preocupación en su manera de hablar era más notoria. Apuró el paso, aunque todavía le parecía que la cabeza le iba a explotar.
El hombre de negro había visto muchas cosas a lo largo de su existencia, desde los actos de amor más puros de la Historia, hasta la destrucción de reinos enteros. A veces, le parecía que ya no había nada que pudiera asombrarlo. Y; sin embargo, ahí estaba, sin poderse creer lo que estaba viendo.
Una chica sentada en medio del salón, rodeada por los sirvientes, lo miraba con sus ojos grandes, marrones y vivos. Vivos. Se preguntó cuándo fue la última vez que vio una mirada con el brillo de la vida en ella, no podía recordarlo, ni siquiera le apetecía tratar. Bastaba con decir que había pasado ya mucho tiempo. El hombre de negro enderezó su espalda y se acercó a ella.
-¿Y tú quién eres?
La chica no aparto la mirada, él contuvo una sonrisa. No recordaba a la última persona capaz de sostenerle la mirada. El hombre de negro había olvidado muchas cosas.
-Cuando el rey te habla, debes responder-le recriminó uno de los sirvientes.
-Lamentamos haberlo molestado, mi señor-dijo otro de ellos-Estábamos por llevarla al calabozo.
El hombre de negro los ignoró, ladeó un poco la cabeza, con aire pensativo. Era una chica curiosa, de gestos astutos y rasgos delicados. Se puso agachó hasta quedar a su altura, cara a cara.
-¿No me vas a responder?-le preguntó.
-Ilta-murmuró ella.
La chica no se limpió las lágrimas de los ojos, dejó que corrieran libremente por sus mejillas. En lugar de eso, llevó su mano hasta su oreja derecha y ahogó un gemido aterrorizado.
-Estoy muerta, ¿no es verdad?-preguntó-Este es el inframundo y yo estoy muerta.
El hombre de negro levantó su barbilla e hizo el ademán de revisar sus mejillas sonrosadas antes de decirle que, en efecto, aún estaba viva. No necesitaba comprobar nada, incluso desde su habitación le había parecido percibir los latidos de un corazón humano. Cualquier otro día, lo que había necesitado averiguar era cómo una jovencita viva había terminado en su reino. Por el momento, no tenía fuerzas ni para fingir que quería hacerlo.
-¿Qué están esperando?-preguntó el hombre de negro-Ya deberían haber devuelto a esta muchacha a su casa.
Observó a la chica tensarse repentinamente, de forma diferente. Ya no sabía qué era lo que le aterrorizaba más, si el hecho de estar atrapada en el infierno o la idea de volver al mundo de los vivos.
-¿Tú quién eres?-preguntó.
El hombre de negro ocultó sus manos temblorosas debajo de su capa. La chica le resultaba divertida y no iba a dejar que el malestar le arruinara el momento, hacía mucho que algo no le causaba tanta curiosidad.
-Déjame ver tu rostro-dijo.
-¡Mocosa insolente!-chilló uno de los sirvientes-¿Cómo te atreves a hablarle así al rey?
Ilta frunció el ceño.
-Si voy a morir-decretó-Al menos quiero ver la cara de mi asesino.
Por mucho que esa muchacha le llamara la atención, el hombre de negro no se quitó la capucha. No pensaba arriesgarse a que sus sirvientes tuvieran motivos para sospechar de él. Si no lo veían, estaban mucho mejor.
-¿Tú quién eres?-volvió a preguntar.
Una punzada de dolor lo hizo retroceder. El hombre de negro se cruzó de brazos y se puso de pie de nuevo, le dio la espalda. Tenía que volver a su habitación, recostarse y dormir todo lo que fuera posible.
-Hay que sacarla de aquí de inmediato-anunció-este no es lugar para una muchacha.
-¿Quién eres?¿Qué es este lugar?
Ya había sido suficiente, el hombre de negro tenía que dejar que los sirvientes se encargaran. Era serio, por supuesto, pero él de verdad que no podía solucionarlo. Si no se recostaba, el dolor terminaría haciéndolo enloquecer.
-¡Espera!
Antes de que nadie pudiera hacer nada para evitarlo, Ilta se abalanzó sobre el hombre de negro. Lo sujetaría del brazo para que no se fuera, le obligaría a darle explicaciones. La habían aterrorizado, arrastrado hasta esa sala y amenazado con encerrarla en un calabozo. No pensaba irse sin saber qué estaba pasando. Sin embargo, en su intento por llegar a él, tropezó y se fue de cara al suelo, en su caída, sus manos se enredaron en la capa del hombre de negro, arrastrándolo consigo al suelo.