La zanja hacia el infierno
Cuando escuché los pasos acercarse a mi celda, me giré hacia la pared y cerré los ojos. La humedad de la prisión hacía que me dolieran los huesos, no había podido dormir nada en todo el tiempo que llevaba ahí encerrada. Me pregunté si mis tíos había notado ya mi ausencia, si habría enviado a alguien a buscarme. Tal vez ya me daban por muerta y estaban celebrando que había dejado de existir. Era una pena, había quedado atrapada en un mundo extraño estando tan cerca de librarme de ellos. Mi suerte era tan terrible que ni siquiera podía haberme muerto después de cumplir dieciocho años, cuando mi familia perdiera todo dominio sobre mi herencia.
-Sé que estás despierta.
Apreté los ojos, rogando que el hombre de negro creyera mi actuación, o que se aburriera de intentar de llamar mi atención. Tras de mí; sin embargo, la reja de mi celda se abrió y no pude contener el impulso de mirar.
-Lamento lo que te hicieron mis sirvientes-dijo-Por favor, sal.
El hombre de negro sonaba sincero. Me puse de pie, más que nada porque la sola idea de quedarme en esa celda me parecía espantosa. El hombre sostuvo la puerta hasta que hube salido de mi prisión, la cerro tras de mí y, antes de que pudiera dar un paso por el pasillo hacia la salida, me sostuvo por el brazo para detenerme. Me giré para mirarlo; sin embargo, fue imposible porque dejó caer una tela gruesa sobre mis hombros. Me di cuenta de que se trataba de una capa cuando me caló la capucha con delicadeza.
-No puedo ver nada-dije, tratando de quitarme la tela, tan grande que me cubría parte del rostro.
-Exacto-replicó.
Su voz era diferente a la primera vez que lo vi, ya no arrastraba las palabras al hablar.
-Lo que trato de evitar, señorita-continuó diciendo-es que veas alguna cosa terrible que te haga enloquecer por el susto.
-Oh, ya he visto muchas cosas espantosas en mi vida y no he enloquecido todavía.
El hombre de negro puso su mano sobre mi hombro mientras me guiaba a hacia la salida. Aunque de verdad hubiese visto cosas horribles, decidí no arriesgarme a lo que nos rodeaba y lo dejé convertirse en mis ojos por unos minutos. Me habían encerrado en la celda más profunda de la prisión, sin ningún otro rehén cerca de mí. Aún si no podía verlos, los escuchaba: voces humanas lamentándose, sufriendo. Me estremecí.
-No pueden hacerte ningún daño, no temas-dijo-Las barras de hierro mantienen a las almas malvadas atrapadas. Que no te conmuevan sus quejas.
-¿Almas malvadas?
No respondió. El hombre de negro no me soltó hasta que hubimos recorrido todo el pasadizo que nos conducía fuera de la prisión. Me detuve un momento a recuperar recuperar el aliento, por fin, una vez estando fuera de la celda. podía respirar con tranquilidad. Si bien en ese lugar tan extraño el ambiente siempre se sentía cargado, la prisión era incluso más asfixiante.
-No te detengas.
El hombre de negro continuó caminando, apuré el paso para poder alcanzarlo. Me condujo hasta el salón en donde lo había visto por primera vez; sin embargo, no se detuvo. Me encontraba en una construcción de piedra, húmeda y oscura, que se alumbraba tan solo por algunos candelabros colgando de las paredes. Consistí en un largo pasadizo con sencillas puertas de madera a cada lado del pasillo. Nada más.
Mi acompañante se detuvo delante de una de esas puertas y tiró del pomo. La habitación delante de mí estaba amoblada con solo una inmensa cama con dosel en el medio y dos sillones a un lado. El hombre de negro se dejó caer sobre uno de los asientos y, con un gesto de cabeza, me indicó que me ocupara el otro.
Se había quitado su propia capa y recostado la cabeza en el respaldar del sillón. Me quedé en mi lugar, observándolo perpleja. Era un hombre hermoso. Debajo de esa capa oscura, estaba elegantemente vestido, llevaba una camisa blanca adornada con bordados dorados y pateados y pantalones a juego; de su cuello colgaba un extraño medallón blanco. Llevaba el cabello bien acomodado en una pequeña cola y en su oreja derecha tenía un arete que centelleaba en la oscuridad de la sala.
-Si no quieres sentarte no lo hagas-dijo, antes de cerrar los ojos-Lamento no haberme encargado de ti antes.
-¿Estaba enfermo, no es verdad?-pregunté-Gracias por buscarme.
El hombre de negro se encogió de hombros.
-No le des vueltas a ese asunto, no es algo que deba preocuparte-dijo-Lo que debe importarnos ahora es cómo llegaste hasta aquí.
-Bueno, había una zanja.
Una huida y una zanja me trajeron aquí. La casa de mi familia estaba construida a las afueras de un bosque, era una propiedad rural que me encantaba. Cuando era niña, mi madre me tomaba de la mano y me llevaba a explorar los límites de nuestro hogar y el bosque, nunca nos adentrábamos mucho, pero era divertido buscar flores mientras ella contaba historias. Me hablaba de criaturas escondidas en la naturaleza y flores con la capacidad de curar cualquier enfermedad. Por la noche después de nuestras caminatas, yo soñaba con hadas y ninfas de lagunas.
A mis tíos no les gustaba que me acercara al bosque, me lo prohibieron después de la muerte de mis padres. Decían que era peligroso pero yo suponía que en realidad no querían perderme de vista. Me necesitaban con ellos, después de todo. Yo había cumplido sus órdenes porque, pese a los cuentos de mi madre, sabía que perderme en el bosque podría ser peor que vivir con mi familia. Sin embargo, ese día yo solo quería salir de la maldita casa, mi casa amada que en todos esos años se habían esmerado en destrozar.
Dejé a mi tía gritando desde la cocina, tomé mi mochila y salí corriendo. El bosque parecía llamarme, de repente parecía el único lugar seguro para mí. Recorrí el camino por el que tantas veces había pasado junto a mamá y seguí de largo, ni siquiera me di cuenta de que me había desorientado, solo podía pensar en mi huida perfecta. Hasta que caí. Pisé en falso y no me dio tiempo de gritar, yo estaba cayendo al interior de una estrecha zanja. Cuando golpeé el suelo de nuevo estaba ahí, en una habitación oscura y rodeada de tres aterradoras criaturas.