Como cualquier parisino orgulloso de su ciudad —a pesar de he vivido gran parte de mi vida en Marsella—, estoy sumamente emocionada por el catorce de julio, que por fin es hoy. Un emblemático espectáculo esperando con ansias ser visto desde el Campo de Marte una vez llegada la noche.
—¿Crees que André ya haya terminado de trabajar? —cuestiona Blair, saliendo de su habitación con la vista fija en su reloj de pulsera, llevando en la otra mano una enorme y oscura manta donde quepamos cómodamente los tres para no estar sentados directamente en el césped.
—Llámalo y pregúntale.
Y… sí, los tres: André, Blair y yo. Mi familia no pudo venir a París para estas fechas, la guardia de Allan cuadró con la fecha, a papá le surgió un viaje de negocios a Lyon de última hora y tuvo que llevarse el auto, por lo que mamá y el resto de mis hermanos no pudieron venir.
Blair compacta la manta en el fondo del bolso, aplicando todas sus fuerzas en el proceso, tiene el rostro contraído por el esfuerzo y presiona hacia abajo en varias ocasiones, como si la tela se resistiera a quedarse lo más plana posible. Mientras tanto, guardo algunos bocadillos en tazas plásticas, los cuales comeremos mientras esperamos que el espectáculo comience.
—Tonta manta —refunfuña. Presiona por última vez y fulmina con la mirada al pobre objeto. Luego, se va a su cuarto y sale de él pocos segundos después con teléfono en mano.
Guardo las tazas en el bolso, justo encima de la manta, mientras escucho a Blair ir y venir de un lado a otro, hablando con André por teléfono. Me asomo por el balcón y miro hacia abajo cómo varios niños juegan en el callejón del fondo, dramatizando lo que pasó un día como hoy hace muchos años.
Una de las niñas más pequeñas me ve y mueve su manita efusivamente en forma de saludo. Le devuelvo el gesto, acompañado de una sonrisa.
—¡¿Irás hoy a la Torre Eiffel?! —grita con su tierna vocecita, a lo que asiento—. ¡¿Puedo ir contigo?!
—¡Pídele permiso a tu mamá! —le grito de vuelta.
Sonríe con ilusión y corre dentro de su edificio, que queda en frente del nuestro.
Coraline es una niña de seis años de edad que vive con su familia en el cuarto piso, al igual que nosotras, pero en el edificio de enfrente, su balcón queda de frente al nuestro, por lo que nos vemos de vez en cuando.
Su largo y oscuro cabello, que le llega por la cintura, la caracteriza como la niña con el cabello más largo de estos edificios, teniendo ella ese único sobrenombre entre los vecinos. Es sumamente adorable con todos, siempre tratando de ayudar a los demás. Todo lo contrario a su hermano, de catorce años, que vive castigado.
—André dijo que vayamos adelantándonos a la plaza, que nos verá allá —informa mi amiga, colocándose a mi lado—. Se le hizo tarde con un paciente.
—Ya está todo acomodado —le hago saber—. Sólo hay que esperar que la mamá de Coraline la deje ir.
—La dejará venir —asegura—. Las dos somos unos amores con todos, más yo que tú —comienza a alejarse poco a poco, intentando disimular, lo que me indica que va a decir algo para molestarme—. Por algo tengo novio y tú no —añade rápidamente, luego me saca la lengua y desaparece para que no le devuelva el comentario.
—¡Como digas, Ariel!
—¡Cierra esa boca, niña! —me grita de vuelta.
***
Una saltarina Coraline toma impulso en mi brazo para saltar cada vez más alto, haciendo que me incline y casi pierda el equilibrio varias veces cuando llegamos al Campo de Marte. Por otro lado, Blair es la mula de carga, llevando el bolso.
La cantidad de personas que llegaron antes que nosotros aún no es demasiada como para que nos cueste encontrar un lugar donde ponernos, pero es segurísimo que, con el transcurrir de las horas, no cabrá un alma más.
—¿Puedes quedarte quieta? —le pregunto a la niña cuando vuelve a tirar de mí, casi perdiendo la paciencia, pero sin hablarle mal.
—El césped me hace cosquillas en los pies —deja de caminar y se inclina para rascarse—. Debí decirle a mamá que no me pusiera sandalias.
—Ven aquí —la tomo por debajo de las axilas para levantarla, acomodando una pierna de ella en mi espalda y la otra en mi estómago, teniéndola de costado.
—Al menos fui inteligente al decirle que quería un pantalón —sonríe, apoyando una mano en mi hombro y su cabeza sobre la mano, abrazándome por el cuello con la otra—. Necesito ir al baño.
—¿Justo ahora?
—Sí.
—¿Puedes esperar un poco, hasta que nos acomodemos? —le pregunta Blair.
—No —alarga Coraline y mueve sus piernas con impaciencia, demostrando que le urge.
Miro a mi amiga con una sonrisa inocente plasmada en el rostro. Le toca a ella estar propensa a los riesgos de una dislocación de hombros, porque no creo que logre cargarla hasta encontrar un baño.
Blair pone los ojos en blanco y deja el bolso en el césped, me hace señas con las manos para que le entregue a la niña y se la lleva. Tomo el bolso, en busca del lugar perfecto, quedando la Torre Eiffel en el centro del campo de visión, claro que muchos metros más allá para poder ver todo el espectáculo.