Despierto sola y libre en la cama, enredada entre las sábanas. Me estiro plácidamente y giro la cabeza, mirando hacia la puerta al escuchar ruido en la cocina.
Me siento para ponerme las zapatillas e ir a ver cómo está Gabe. Pero antes doy una visita rápida al baño para hacer mis necesidades y acomodar mi cabello de un modo más decente.
Al salir, lo veo con los codos apoyados en la encimera cubriéndose el rostro con las manos. Maldice la resaca en inglés y francés y alza la vista al percatarse de mi presencia.
—Buenos días —le doy una pequeña sonrisa.
—¿Cómo dormiste? —pregunta cortante, sin mirarme, como si lo hiciera más por educación que por interés.
«No, por favor». Ruego mentalmente. «No te pongas en esa actitud». Es como que avanzamos dos pasos y retrocedemos cuatro, todo gracias a su actitud.
—¿Cómo dormiste tú? —finjo indiferencia ante su tono y actitud.
—¿Por qué te quedaste? —alza la vista a mí y lo que miro no me gusta: es la misma mirada que me dirigía la primera vez que vine aquí y me echó.
—Me lo pediste.
—¿Por qué obedeciste?
Lo miro sin poder creérmelo. A la hora que me lo dijo, los niveles de alcohol en su cuerpo ya debían estar bajos.
—Dijiste que no se me ocurriera irme —intento que mi enojo creciente no se note en mi voz—. Además, era tarde.
—Hubieras podido hacerlo de todas formas. No estaba en condiciones de ir tras de ti.
—Veo que mi seguridad te sigue importando tanto como aquella noche que me acompañaste a casa —comento con sarcasmo—. ¿Y lo hubieras hecho? ¿Hubieses ido tras de mí? —estoy alzando la voz involuntariamente, me molesta que adquiera esa actitud.
No responde inmediatamente, sino que desvía la mirada, y no sé cómo tomarme eso.
—¿Siempre duermes desnudo? —no tiene nada que ver con el tema, pero quiero aligerar la tensión.
Él reacciona como si lo hubiesen pillado con las manos en la masa, mirándome con los ojos más abiertos de lo normal. Debe ser que no se dio cuenta que estaba sin nada cuando despertó...
Acorta la distancia entre nosotros con paso lento, y su mirada se ablanda, rodeándome el rostro con ambas manos. ¿Ahora qué le picó? Este tipo es más confuso que un laberinto.
—Tú me confundes —le suelto sin nada dulce en mi tono—. Me tratas como si fuera el centro de tu universo, después prácticamente me desprecias y luego vuelves a mí como si no hubieras hecho nada.
—No soy perfecto, Bee —susurra, casi pidiendo comprensión.
—No eres el único.
—¿Qué pasó anoche? —se está comportando normal otra vez; es un buen paso, no me botó en el primer desprecio de hoy.
—¿Qué recuerdas?
—Bebí y bebí... y bebí. Comencé a destrozar todo, pero no recuerdo haber hecho tanto —señala los muebles ya acomodados—. Luego estábamos los dos en el baño... —se detiene de golpe, mirando mi boca, muerde su labio inferior y vuelve a mirarme a los ojos—. Algo sobre la tal Laetitia, me obligaste a dormir y eso es todo.
No admitió recordar el beso, sé que lo recuerda, pero no tengo idea del por qué no lo quiere admitir.
—¿Qué más pasó anoche? —continúa.
—No es importante —no quiero recordarle lo miserable que debió haberse sentido como para dañarse a sí mismo y a su apartamento.
—Dime —afirma el agarre en mi rostro, poniéndome alerta, y en su mirada veo que se está alarmando.
—No —tomo sus manos entre las mías para intentar quitarlas.
—Amber, dime —aprieta más, comenzando a causarme dolor.
—¡Qué no! —forcejeo—. ¡Y suéltame, me estás haciendo daño!
—Deja de gritar —masculla—. Me duele la cabeza.
—No es mi problema que te hayas emborrachado —espeto, le piso los pies y tiro de sus manos con más fuerza—. Suéltame, idiota.
—No hasta que me digas qué pasó ayer —en un rápido movimiento me toma ambas manos y las une en mi espalda, manteniéndolas inmóvil con sólo una mano, mientras que con la otra me obliga a mirarlo a los ojos, tomándome del mentón.
—¿Por qué te importa tanto? —pregunto en voz baja mientras forcejeo, por lo menos para que me suelte la cara.
—Sólo responde.
—No —digo, muy decidida, a centímetros de su rostro.
—Amber —gruñe en advertencia y, aunque odie admitirlo, me gusta cómo se escucha mi nombre salir de su boca con ese acento británico que tiene.
Dejo esos pensamientos a un lado, no es momento de dejarme llevar por la atracción. El muy idiota me tiene inmóvil de brazos y cabeza, no me hace daño, pero es una posición incómoda y no sé cómo zafarme por más que me remueva; no puedo decirle algo que lo hiera emocionalmente y me suelte porque no conozco nada de él, y me niego a sacar el tema de su primo, es demasiado reciente y no me gusta jugar con algo así para mi conveniencia.
—No diré nada —sentencio, decidida a no hablar más.