La expresión de admiración de Gabe al ver cada escultura del Museo de Louvre es inigualable, como si nunca hubiera visto alguna durante su vida, o fuera un niño que visita el museo por primera vez en un paseo escolar.
Disfruto mirándolo, no importa cuáles increíbles esculturas o hermosas pinturas tenga frente a mí, él capta toda mi atención. Debo tener una expresión de colegiala ilusionada mientras observo cada facción, cada detalle de su rostro, deleitándome.
—Me dejarás sin nada si sigues viéndome así —susurra, mirándome de reojo.
—Lo siento —respondo en el mismo tono, volviendo la vista al frente.
—Varios años viviendo aquí e ignoraba que ella estaba más cerca de lo que pensaba —susurra para sí mismo y fijo la mirada en La Gioconda frente a nosotros, a unos metros más allá.
—Abel es fanático del arte —comento—, me dijo que fue pintada alrededor de los años mil quinientos, y algo que la hace especial es que tiene un toque moderno, de nuestros días, a pesar de haber sido creada hace cinco siglos.
—Siendo honesto, no sé casi nada de arte, pero he tenido cierta curiosidad hacia La Mona Lisa —ahora es él quien me mira, mientras que mis ojos están puestos sobre la obra de arte—. Bee.
Nos miramos a los ojos por lo que parece ser una eternidad. Luce dubitativo, sus ojos están llenos de lo que parece ser incertidumbre, y percibo que su estado de ánimo ha cambiado en la última media hora, mientras veníamos de camino.
—¿Qué es lo peor que te han hecho?
Frunzo el entrecejo de inmediato.
—¿Qué quieres decir?
—Física o emocionalmente... ¿qué es lo peor?
Ya él lo sabe, no sé para qué quiere escucharlo de nuevo. Tampoco sé a dónde quiere llegar con esa pregunta, pero lo mejor será que cortemos el tema lo más rápido posible, no quiero que mi estado de ánimo cambie.
—Henri... —respondo en un hilo de voz, sonando inexplicablemente frágil—, en ambos aspectos.
Asiente lentamente, volviendo a mirar al frente como analizando todo. Se gira hacia mí con la misma velocidad, alargando el brazo hasta llegar a mi rostro.
—Haberte besado la primera vez no fue buena idea... —me acaricia los labios con su pulgar, causándome un agradable cosquilleo—. Me atraes más de lo que me conviene.
—Lo estás haciendo de nuevo —retiro su mano y retrocedo un paso.
—¿Hacer qué? —se entrecejo se frunce ligeramente, formando apenas una minúscula arruga en su rostro.
—Te estás echando para atrás en... —muevo las manos, tratando de hallar la palabra correcta—... en cualquier cosa que tengamos.
—Te advertí que no sería una amistad normal.
—Lo sé, pero... —pero nada, no tengo nada en contra qué decir.
Desvío la mirada de sus ojos y respiro profundo antes de volver a mirarlo y continuar.
—Yo te atraigo. ¡Eso está bien! Porque tú también me atraes —coloco mi índice en su pecho para enfatizar—. No veo nada malo en que liguemos un poco, es normal.
—No es personal —masculla, evitando mi mirada, casi con vergüenza. Sabe a lo que me refiero y que tengo razón.
—No importa si lo es o no —tomo sus manos entre las mías, en un gesto tierno que demuestra que estoy para él, e inmediatamente me mira—. No huyas de ti, de lo que sientes. Aparentas ser una persona dura, Gabe, y no critico eso, pero realmente no lo eres, o al menos no conmigo. Deja salir tu verdadera personalidad sin miedo.
—Es más fácil decirlo que hacerlo.
—¿A qué le tienes miedo? —ahí va el tipo de preguntas que no le gusta responder.
Toma aire y vacila un poco, mira nuestras manos y luego mis ojos. No le exijo de ningún modo que responda: si no lo hace, no me sorprendería; si lo hace... ya sería un avance más.
—¿Al salir de aquí, hacia dónde vamos? —mira detrás de mí y suspiro con exasperación, ha evitado mi pregunta.
—Creo que al Puente de las Artes —respondo de mala gana, soltando sus manos.
—¿El de los candados? —alza las cejas con entusiasmo.
—Sí —no sé qué le sorprende, lleva años viviendo en París, algún lugar famoso debió haber recorrido desde que llegó.
—¿Molesta? —me mira divertido, no le veo la gracia.
Me toma por los hombros, obligándome a dar media vuelta y caminar hacia donde están los demás esperándonos.
—Creo que me gusta tu expresión enojada —su aliento me da de lleno en el perfil, y sus labios me rozan la oreja. Quiere quitarme el enojo de la forma que sabe que lo logrará: seduciéndome.
—Pff —exhalo—. Esto no es nada. Además, ¿no tienes una frase más creativa para calmar a una mujer enojada?
—¡No volveré a ir a ningún museo con ustedes! —escuchamos bufar a Abel a medida que nos acercamos al grupo—. No saben admirar una obra de arte cuando la tienen frente a sus narices.
—Yo sí —dice Gabe muy por lo bajo.