Entro a mi consultorio con una taza de café en la mano. El aroma a desinfectante y papel me resulta tan familiar que ya ni lo noto. Dejo mi maletín sobre el escritorio y enciendo la computadora. Reviso la lista de pacientes del día, pero lo primero que aparece en mi mente no es un nombre ni un diagnóstico.
Es ella.
Brenda.
Su cabello castaño claro, los ojos color miel, y esa voz suave con la que intentaba calmar a su hijo mientras yo lo examinaba.
Suelto una risa discreta. No debería estar pensando en ella.
Londres tiene ese aire melancólico que a veces se pega a la piel, y hoy lo siento más que nunca.
Tomo un sorbo de café, ya tibio, y me paso una mano por el cabello.
—Pensando demasiado, Callahan —me digo a mí mismo.
Lena, la enfermera, entra con un par de carpetas y me lanza una mirada divertida.
—¿Otra vez soñando despierto, doctor?
—No, solo revisando casos —respondo, aunque mi sonrisa me delata.
—Ajá, claro —dice dejando los papeles sobre el escritorio.
—Por cierto —dice ella mientras revisa unos papeles—, la loca de tu exnovia te está buscando.
Suelto un suspiro y dejo el bolígrafo sobre el escritorio.
—¿Otra vez? —murmuro.
Ella asiente con una sonrisa burlona. —Sí, la vi en recepción preguntando por ti.
Antes de que pueda responder, escucho unos tacones acercándose por el pasillo. No necesito mirar para saber quién es.
Susana aparece en la puerta, con su sonrisa perfectamente ensayada.
—Hola, amor —dice con voz dulce.
Respiro hondo, intentando mantener la calma.
—Susana, ¿cuándo me vas a dejar en paz?
Ella entra sin pedir permiso, como siempre, y cierra la puerta detrás de sí.
—James, no digas eso. Sé que todavía me quieres —da un paso más cerca—. Podemos arreglarlo.
—No, no podemos. —me levanto, cansado de repetir lo mismo—. Lo nuestro terminó hace mucho.
—Fue un error, solo eso —insiste, alzando la voz.
—Susana, ya vete. —mi voz suena firme.
Hace una mueca, da media vuelta y se marcha sin decir otra palabra. El ruido de sus tacones alejándose por el pasillo es lo mejor que escucho en todo el día.
Me paso una mano por el cabello y suelto un suspiro.
Suspiro y trato de concentrarme de nuevo en mi trabajo.
Abro la agenda digital y veo que mi siguiente cita ya está esperando.
Respiro profundo, dejo a un lado el mal sabor del encuentro con Susana y me preparo para lo que realmente me importa: mis pacientes.
—Hazla pasar —le digo a la enfermera.
Entra una niña de unos seis años con una trenza mal hecha y una mochila rosada casi más grande que ella. Su madre viene detrás, con gesto preocupado.
—Buenos días, doctor —dice la mujer.
—Buenos días, ¿cómo se llama esta pequeña?
—Sophie —responde la madre.
—Hola, Sophie. —le sonrío—. ¿Cómo está mi paciente estrella hoy?
Sophie se encoge de hombros, tímida.
—Me duele la garganta… y mi mamá dice que ya no puedo comer helado.
Fingo una expresión dramática.
—¿Qué? ¿Sin helado? ¡Eso sí es grave! —bromeo, y consigo que sonría.
La madre también sonríe, aliviada.
Mientras reviso la garganta de Sophie con el otoscopio, le hablo para distraerla.
—A ver, abre grande como un león… eso es.
—¿Así? —ruge suavemente, y no puedo evitar reír.
—Perfecto, tienes la garganta un poco irritada, pero no parece nada grave.
Tomo notas en mi tablet y le explico a la madre que puede ser una pequeña faringitis, probablemente por el cambio de clima.
—Vamos a recetar un jarabe suave, mucha agua tibia y nada de helado por tres días —le digo a Sophie con una sonrisa cómplice.
Ella frunce el ceño.
—¿Tres días enteros?
—Sí… pero si te portas bien, prometo que te escribo una carta para el hada del helado.
—¿El hada del helado existe?
—Claro que sí. Solo visita a los niños valientes.
La niña ríe y me da un pequeño abrazo antes de salir. Su madre me agradece varias veces antes de irse.
Cuando la puerta se cierra, me quedo un instante mirando el dibujo que Sophie dejó en el escritorio: un sol enorme, un doctor con bata blanca y una niña con trenza.
Sonrío.
Este es el motivo por el que amo mi trabajo.
Y, sin embargo, cuando miro el reloj y veo la hora, no puedo evitar pensar en Brenda otra vez.
El día continúa entre revisiones, risas de niños y madres preocupadas. Es agotador, pero gratificante. Cada diagnóstico, cada pequeña sonrisa me recuerda por qué elegí esta profesión. Cuando finalmente el reloj marca las seis de la tarde, cierro mi computadora, me quito la bata y me recuesto un instante en la silla. Exhalo el cansancio acumulado del día, recojo mis cosas y bajo al estacionamiento.
Enciendo el auto, dejo que el motor ronronee unos segundos y conduzco hacia casa. Las calles de Londres están húmedas, el cielo tiene ese tono gris que anuncia lluvia, pero a mí me relaja. Pongo algo de música suave, un jazz instrumental, y por un momento, me permito desconectar del hospital.
Al llegar al edificio, aparco en mi puesto y me dirijo a la portería. Y justo allí, como si el destino quisiera jugar conmigo, la veo.
Brenda.
Está inclinada sobre el mostrador, con el cabello cayéndole sobre el rostro mientras sostiene a Ares con un brazo y paga un domicilio con el otro.
Viste un suéter beige y unos jeans que realzan su figura de una forma sencilla, natural… encantadora.
Ares, en sus brazos, juega con el recibo del pedido, riéndose con esa alegría limpia que solo tienen los bebés.
—Hola —le digo, acercándome con una sonrisa.
Ella levanta la mirada y parece sorprendida al verme.
—James… hola —responde, sonriendo también.
El ascensor llega y nos subimos juntos. Ella sostiene las bolsas con comida y Ares descansa apoyado en su pecho, ya medio dormido.
—¿Cómo les fue recorriendo Londres hoy? —pregunto mientras se cierran las puertas.
—Demasiado bien —dice ella, con ese tono dulce y pausado que tiene—. Fui a Hyde Park, tomé algunas fotos y Ares no paró de reír con las palomas.
—Eso suena bastante bien.
—¿Y tú? ¿Cómo te fue en el trabajo? —pregunta, girando un poco la cabeza hacia mí.
—Muy bien, la verdad. Bastante cansado, pero los niños hoy fueron adorables.
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Editado: 29.11.2025