El timbre suena y sé que es James.
Tomo a Ares en brazos y camino hacia la puerta. Él lleva un pequeño gorrito gris con pompón, su abrigo azul marino y una bufandita blanca que le cubre el cuello. Sus mejillas están rosadas por el frío y sus manitos apenas asoman entre los guantes diminutos.
Yo, en cambio, opté por un abrigo beige hasta las rodillas, un suéter de lana color crema, jeans ajustados y botas altas. El cabello lo recogí en una coleta baja, y un gorro del mismo tono que mi abrigo completa el conjunto. Perfecto para un día de invierno en Londres.
Cuando abro la puerta, James está ahí, con las manos en los bolsillos y una sonrisa que ilumina todo el pasillo. Lleva una bufanda gris y el abrigo negro que hace resaltar aún más sus ojos.
—Wow… —dice, mirándonos—. Están listos para una película navideña.
—Y tú para protagonizarla —le respondo riendo.
Ares lo mira con curiosidad y balbucea algo que suena como un intento de “hola”. James se ríe, extiende una mano hacia él y mi hijo la agarra sin dudar.
—Creo que ya tengo competencia —bromeo.
—Es que sé cómo ganarme el cariño de los pequeños —dice guiñando un ojo—. Y de las mamás también, si me dejan intentarlo.
Finjo no escucharlo mientras cierro la puerta, pero mi sonrisa lo delata.
Bajamos juntos y el aire helado nos golpea el rostro en cuanto salimos. Londres está cubierta por un cielo gris claro, con ese brillo que anuncia nieve. Las calles huelen a pan recién horneado y café, y las luces de las tiendas empiezan a encenderse aunque apenas es mediodía.
—¿A dónde iremos primero? —pregunto.
—Al mercado junto al Támesis —responde James mientras abre la puerta del coche—. Hay chocolate caliente, luces por todas partes y un carrusel.
—Perfecto —digo mientras acomodo a Ares en su silla.
Cuando subimos al auto, James enciende la calefacción y pone música suave. Me quedo mirando por la ventana mientras el paisaje urbano se mezcla con los pensamientos que intento ordenar.
Llegamos al mercado y el aire frío se mezcla con el aroma a galletas, chocolate caliente y castañas asadas. Todo está lleno de luces doradas que cuelgan sobre los puestos y reflejan en los charcos del suelo, como si el invierno tuviera su propio brillo.
Ares, desde su cochecito, mira todo con los ojos muy abiertos, maravillado. James se agacha frente a él y le acomoda el gorrito.
—Parece que a alguien le gusta la Navidad —dice con una sonrisa.
—Le encantan las luces —respondo, y me inclino junto a ellos—. Aunque creo que tú estás igual de fascinado.
—Tal vez un poco —admite riendo.
Caminamos por los pasillos llenos de gente, probando bocados de diferentes puestos. James compra dos chocolates calientes y un pequeño vaso con puré de manzana tibio para Ares.
—Toma —me dice mientras me entrega uno—. Tiene malvaviscos, por si eso mejora tu día.
—Siempre mejora mi día —contesto con una sonrisa.
Nos sentamos en una banca de madera, cubierta con una manta, mientras Ares juega con el guante de James.
—Tienes suerte —dice él, mirándome—. No muchos bebés son tan tranquilos.
—Tranquilo… a veces —respondo entre risas—. Cuando no está intentando morder mis cables de la cámara o tirar mi café.
—Ah, entonces tiene tu espíritu aventurero.
Reímos los dos. Me quedo observando cómo el vapor del chocolate sube despacio, cómo la gente pasa envuelta en bufandas, cómo James mira a Ares con una ternura que no intenta disimular.
—¿Sabes? —dice de repente, mirándome—. No se nota que seas mamá sola.
Lo miro, un poco confundida.
—¿Qué quieres decir?
—Que te las arreglas muy bien. Eres fuerte, paciente… y tienes una sonrisa que hace que todo parezca fácil.
—No siempre lo es —susurro—. Pero Ares lo hace valer la pena.
James asiente, y durante un momento nos quedamos en silencio. Solo se escucha el bullicio del mercado y las risas de los niños cerca del carrusel.
Ares balbucea y levanta los brazos hacia James.
—¿Puedo? —pregunta él, y asiento.
Lo toma con cuidado, y mi hijo apoya la cabecita en su hombro, tranquilo. Esa imagen me deja sin palabras.
—Se siente muy cómodo contigo —le digo, sonriendo sin poder evitarlo.
—Bueno, creo que también me siento cómodo con ustedes —responde él, bajando la voz.
Mis mejillas se calientan, y no sé si es por el chocolate o por la manera en que me mira.
Después damos un paseo por la orilla del Támesis. Las luces del puente reflejan sobre el agua, y James me cuenta historias sobre Londres, sobre los lugares que le gustan. En un momento, me detengo para tomar una foto: él sostiene a Ares y ambos miran hacia las luces. Es una imagen perfecta, como sacada de un sueño.
—¿Puedo verte la foto? —pregunta curioso.
Le muestro la pantalla de la cámara y sonríe.
—Definitivamente tienes talento —dice—. Pero creo que el modelo ayudó un poco.
—Un poco —le respondo divertida.
Seguimos caminando hasta que el frío se vuelve más intenso. James me pasa el abrigo por los hombros sin decir nada, y ese gesto simple hace que el corazón me dé un vuelco.
—Gracias —le digo en voz baja.
—Siempre —responde él.
Cuando volvemos al auto, Ares ya está dormido. Lo acomodo en su silla, y mientras James arranca, no puedo evitar mirarlo de reojo.
Llegamos al apartamento y es momento de despedirnos. Me giro hacia James con Ares dormido en mis brazos, su gorrito de lana apenas asomando por encima de la manta.
—Gracias por hoy —le digo con una sonrisa cansada pero sincera.
—Gracias a ti, Brenda —responde él, acercándose un poco.
Le doy un beso suave en la mejilla. Su piel está fría por el viento, pero el calor que me recorre al hacerlo me sorprende. Él sonríe apenas, esa sonrisa tranquila que siempre logra desarmarme.
—Nos vemos pronto —dice, y su voz suena más baja de lo normal.
—Nos vemos —respondo, antes de entrar y cerrar la puerta despacio.
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Editado: 29.11.2025